sábado, abril 18, 2009

Huye.



Despertó, de nuevo el mismo sueño. Se puso de pie todavía con el corazón a punto de atravesarle el pecho. Volteó hacia el lecho, su esposa seguía dormida. Hubiera jurado que había gritado con todas sus fuerzas, pero ella ni se inmutó. En la cabeza le seguía retumbando una y otra vez, huye, huye…

—Párate, nos vamos. Tenemos que huir— la sacudió hasta despertarla.

—¿Qué? —contestó, abriendo los ojos con dificultad.

—Vámonos, despierta a los niños. Haz una maleta lo más rápido posible.

—¿Pero, por qué Augusto? ¿Te has vuelto loco?

—He tenido el mismo sueño, tenemos que irnos, ya. Apresúrate.

—Pero, no hay necesidad ¿De qué huyes?

—¿José dudó del ángel que se le apareció en sueños? ¿Abraham o Moisés desobedecieron al señor? Dios me ha dicho que huyamos y es lo que haremos, así que muévete.

Salió de la habitación y fue hacia la cocina para agarrar todo lo que cupo en una pequeña maleta. De la recámara le llegaban los sonidos que hacia su esposa para levantar a los hijos que reclamaban que no se les dejara descansar.

—¿Por qué mamá? Estamos cansados —dijo la más pequeña.

—Ni yo entiendo por qué se comporta así tu padre, ¡apúrense!

—Te juro que ya no aguanto ¿Qué hicimos para merecer esto? —gritó el mayor.

—Voy a tratar de hacerlo entender, mientras ayúdame a empacar algo de ropa.

—Esta vez no cuentes conmigo ¡ya estoy harto!

Dejaron de discutir cuando oyeron que Augusto encendía el auto y tocaba la bocina con insistencia. No paró hasta que vio salir a su esposa cargando a la niña y jalando una bolsa con ropa, y más atrás a su hijo adolescente, quien no muy convencido las seguía.

Arrancó el auto y tomó el camino que los llevaba a la carretera principal. No hablaban, sólo se escuchaba el motor que era forzado al máximo.

—Augusto, por favor disminuye la velocidad.

—Tú no entiendes, tenemos que huir, me lo dijo Dios.

El camino se hizo más estrecho a medida que avanzaban hacia las montañas.

—Detente, déjanos aquí.

—¿Estás loca? No voy a abandonarlos aquí.

—Por favor papi, ya no queremos ir contigo —dijo la niña.

—Olvídenlo, irán conmigo hasta el final.

Su esposa empezó a forcejear con él, intentando que disminuyera la velocidad, pero el hacía todo lo contrario, ignorando que llegaban al tramo de curvas peligrosas. Entonces el le dio un golpe en la cara que hizo que rebotara contra la ventanilla. Fue entonces que el hijo enfurecido se abalanzó sobre él, provocando que se salieran de la carretera.

La caída era de más de cincuenta metros, sintió como los hierros retorcidos se le incrustaban por todos lados al golpear el fondo del barranco. Vio a su pequeña salir disparada por el parabrisas y como le estallaban las vísceras a su esposa, el cuerpo de su hijo degollado…


Despertó, de nuevo el mismo sueño. La voz de Dios, una y otra vez. Se puso de pie todavía con el corazón a punto de atravesarle el pecho. Su esposa seguía dormida, sintió alivio, aunque seguía angustiado ¿No había gritado hasta desgarrarse las cuerdas vocales? En la cabeza le seguía retumbando una y otra vez, huye, huye…

—Párate, nos vamos. Tenemos que huir— la sacudió hasta despertarla.

—¿Qué? —contestó, abriendo los ojos con dificultad..

—Vámonos, despierta a los niños. Haz una maleta lo más rápido posible.

—¿Pero, por qué Augusto? ¿Te has vuelto loco?

—He tenido el mismo sueño, tenemos que irnos, ya. Apresúrate.

—Pero, no hay necesidad ¿De qué huyes? Descansa, y déjanos descansar a todos.

—¿José dudó del ángel que se le apareció en sueños…?

—Escúchame, Augusto. Entiende. NO HAY NECESIDAD.

—¡Tenemos que huir!

—No hay necesidad ¡por amor de Dios, escúchame!

Augusto pareció reaccionar, se quedó viendo a su esposa, como si las cosas empezaran a ser más claras para él.

—¿Por qué dices que no hay necesidad?

—Porque ya estamos muertos, Augusto ¡Mu-er-tos!

jueves, abril 02, 2009

Fin del Reinado.


Por fin, después de noches infructuosas de búsqueda había dado con él. Lo había seguido hasta esa calle que estuviera desierta de no ser por las ratas que entraban y salían de los botes de basura a punto de reventar. La lluvia había hecho que la calle se vaciara y que las prostitutas que trabajaban ahí se escondieran en los edificios adyacentes y quizá alguna hubiera cometido la estupidez de entrar en el mismo lugar que su presa. Mal presagio que lloviera, sobretodo cuando estás en una zona desértica, como si fuera una puesta escénica escrita por el demonio.

Las luces de neón parpadeaban a lo lejos y mientras se acercaba podía distinguir lo que decía el letrero “Karaoke”.

El único sonido que escuchaba, era el de las gotas de lluvia que caían con fuerza y chocaban con su gorra de Los Dodgers de Los Ángeles. Se acercó poco a poco a la puerta y la abrió con cuidado. Sacó de un bolso la botella con agua bendita y el crucifijo y se internó en la oscuridad.

Esperó a que fuera él, quien diera el primer paso, mientras sus ojos se acostumbraban a la falta de luz. Sintió como empezó a descender la temperatura al mismo tiempo que su pulso se aceleraba a mil por hora. No podía fallar, seis años en su búsqueda, de levantar cadáveres secos, sin una gota de sangre. De seguir la pista de una sombra, de dejar todo por el asesino de su familia. No le creían, a pesar de que cientos lo habían visto caminar por las calles. El juraba que la persona a la que visitaban en su tumba era un impostor y que el verdadero deambulaba por las calles de Las Vegas como si nada. Nadie regresa de la muerte, ni siquiera él, le decían. Pero el ya lo tenía acorralado y acabaría con su reinado de terror.

Esperaba encontrarse con el mismo espectáculo de siempre, cuerpos por todos lados, cabezas separadas de sus cuerpos (hubo una ocasión que el maldito había hecho una especie de puzzle humano con una de sus victimas, solo que se había equivocado y las piernas las puso donde iban los brazos), pero todo parecería en orden, excepto por el silencio sepulcral.

De pronto se encendió la luz del escenario y la música empezó a sonar.

The warden threw a party in the county jail.
The prison band was there and they began to wail...

Alrededor de la pista había como diez personas sentadas, no pudo ver sus caras. Pero tampoco se movían. No pudo evitar ser contagiado por el ritmo. Canta bien, el muy maldito gordo, se dijo.

A pesar de que él no muerto tenía puestos sus lentes oscuros, sintió su mirada, trató de resistirse, alzó el crucifijo como si eso fuera suficiente para acabar con el embrujo auditivo, pero el maldito no para de cantar.

Lets rock, everybody, lets rock.
Everybody in the whole cell block
Was dancin to the jailhouse rock.

Se fue acercando cada vez más, hasta que pudo ver al público, todos tiesos, secos, con los ojos tan abiertos que pareciera que en cualquier momento saldrían disparados como aquellos lentes de broma que venden en las ferias.

Lets rock, everybody, lets rock.
Everybody in the whole cell block
Was dancin to the jailhouse rock.


Sintió la humedad de la alfombra, sus pies se pegaban a ella. Se percató que caminaba en un enorme charco de toda clase de desechos humanos. Lo tenía a tan solo unos pasos. Era el momento en el cual no debía perder el valor y atacar con todas sus fuerzas, pero estaba hipnotizado por la voz, por el ritmo de las caderas del vampiro. La canción estaba a punto de terminar. Destapó la botella con agua bendita y justo cuando terminó la interpretación más espectacular que hubiera escuchado y presenciado una decena de muertos de “El rock de la Cárcel”, lanzó un chorro de agua que da justo en la cabeza de su oponente y resbala por la frente deshaciéndole el copete y parte de la cara, mientras se retorcía de dolor.

Cayó al suelo y él aprovechó para saltarle encima y le arrebató el micrófono. Con ambas manos lo sostiene y como una estaca, se la clava en el corazón. Un grito desgarrador inunda el local, lentamente el cuerpo de Elvis Presley va desapareciendo hasta convertirse en cenizas.

Camina, libre de un enorme peso. De vez en cuando voltea a ver el antro que se consume en llamas. Ha cumplido con su venganza. Por fin, ha muerto el rey.