Cuando vio las miradas de los presentes al juicio, confirmó que todos estaban en su contra. La voz de Dios le había dicho que todos los apostatas se rebelarían, que no entenderían su mensaje. El sacrificio que había hecho no sería comprendido por los enemigos de Dios. Frente a ella el juez le pedía se pusiera de pie. Su abogado lo hizo también junto con ella.
—¿Cómo se declara la acusada?—dijo el juez.
—Señoría mi cliente se declara no culpable por demencia—dijo el joven, que a todas luces se veía nervioso—, pedimos se anule el caso.
La declaración del abogado provocó que todos los presentes se pusieran de pie y gritaran, clamaran la pena capital para la hiena que sentada, miraba a su alrededor como si estuviera ausente.
—Señoría, esto no puede ser—dijo el fiscal que se puso de pie como impulsado por un resorte—. Hemos comprobado con las declaraciones de testigos que la acusada en todo momento supo lo que hacía. Sus propias declaraciones la hunden. Esta señora actuó con sus cinco sentidos de una manera que, ni siquiera los animales se hubieran atrevido a cometer un acto tan aberrante como el que ella cometió.
—¡Silencio, orden en la sala!—gritó el juez azotando su mazo—Tiene el jurado treinta minutos para deliberar si el juicio se anula o continuamos hasta alcanzar el veredicto final.
El jurado compuesto de doce personas desfiló hacia la puerta que conducía a la parte trasera del estrado.
Elisa estaba con la mirada fija hacia el techo. Nada la distraía. Ni siquiera los gritos e insultos de la audiencia la sacaban de su estupor. Parecía que escuchaba a alguien.
Recordó la noche que Dios le habló por primera vez. Le dijo que le daría lo que le pidiera. A cambio, ella daría a conocer su mensaje a todos los infieles sobre la tierra. Le dijo que esperara y el le daría instrucciones de lo que tenía que hacer.
Ella sólo le pidió que terminara con su sufrimiento. No soportaba más los maltratos de su esposo. Las humillaciones y vejaciones a las que era sometida todos los días desde el mismo momento en que se casó. Dios la recompensaría. No tenía ninguna duda. La noche que esperaba por fin llegó. Dios habló con ella. Ella ejecutó sus órdenes al pie de la letra.
Cuando la policía llegó todavía tenía el cuchillo en su mano. En la cuna, su hija de diez meses se encontraba desangrándose sin sus dos brazos. Intentaba arrancarse su brazo izquierdo pero los agentes se lo impidieron. No dejaba de gritar que Dios se lo había ordenado.
Los gritos de la gente la volvieron a la realidad. El jurado estaba de vuelta. Se acomodaban en sus lugares. Uno de ellos permaneció de pie.
—¿Ha el jurado llegado a una resolución?—inquirió el Juez.
—Si su Señoría. Con un resultado de diez votos contra dos . Hemos llegado a la conclusión de que el juicio debe ser anulado por la demencia de la inculpada—dijo el jefe del jurado ante los gritos de protesta de los asistentes.
—Por lo tanto, declaro el juicio nulo. Sugiero que la inculpada sea enviada a la clínica mental de Saint George lo más pronto posible donde deberá ser tratada—dijo el juez de manera tajante y se puso de pie para abandonar el lugar.
Dos guardias tomaron de los brazos a Elisa. La llevarían a su destino final. Ella no paraba de agradecer a Dios. Había cumplido su parte y Dios la estaba recompensando. Por fin sería libre.
—¿Cómo se declara la acusada?—dijo el juez.
—Señoría mi cliente se declara no culpable por demencia—dijo el joven, que a todas luces se veía nervioso—, pedimos se anule el caso.
La declaración del abogado provocó que todos los presentes se pusieran de pie y gritaran, clamaran la pena capital para la hiena que sentada, miraba a su alrededor como si estuviera ausente.
—Señoría, esto no puede ser—dijo el fiscal que se puso de pie como impulsado por un resorte—. Hemos comprobado con las declaraciones de testigos que la acusada en todo momento supo lo que hacía. Sus propias declaraciones la hunden. Esta señora actuó con sus cinco sentidos de una manera que, ni siquiera los animales se hubieran atrevido a cometer un acto tan aberrante como el que ella cometió.
—¡Silencio, orden en la sala!—gritó el juez azotando su mazo—Tiene el jurado treinta minutos para deliberar si el juicio se anula o continuamos hasta alcanzar el veredicto final.
El jurado compuesto de doce personas desfiló hacia la puerta que conducía a la parte trasera del estrado.
Elisa estaba con la mirada fija hacia el techo. Nada la distraía. Ni siquiera los gritos e insultos de la audiencia la sacaban de su estupor. Parecía que escuchaba a alguien.
Recordó la noche que Dios le habló por primera vez. Le dijo que le daría lo que le pidiera. A cambio, ella daría a conocer su mensaje a todos los infieles sobre la tierra. Le dijo que esperara y el le daría instrucciones de lo que tenía que hacer.
Ella sólo le pidió que terminara con su sufrimiento. No soportaba más los maltratos de su esposo. Las humillaciones y vejaciones a las que era sometida todos los días desde el mismo momento en que se casó. Dios la recompensaría. No tenía ninguna duda. La noche que esperaba por fin llegó. Dios habló con ella. Ella ejecutó sus órdenes al pie de la letra.
Cuando la policía llegó todavía tenía el cuchillo en su mano. En la cuna, su hija de diez meses se encontraba desangrándose sin sus dos brazos. Intentaba arrancarse su brazo izquierdo pero los agentes se lo impidieron. No dejaba de gritar que Dios se lo había ordenado.
Los gritos de la gente la volvieron a la realidad. El jurado estaba de vuelta. Se acomodaban en sus lugares. Uno de ellos permaneció de pie.
—¿Ha el jurado llegado a una resolución?—inquirió el Juez.
—Si su Señoría. Con un resultado de diez votos contra dos . Hemos llegado a la conclusión de que el juicio debe ser anulado por la demencia de la inculpada—dijo el jefe del jurado ante los gritos de protesta de los asistentes.
—Por lo tanto, declaro el juicio nulo. Sugiero que la inculpada sea enviada a la clínica mental de Saint George lo más pronto posible donde deberá ser tratada—dijo el juez de manera tajante y se puso de pie para abandonar el lugar.
Dos guardias tomaron de los brazos a Elisa. La llevarían a su destino final. Ella no paraba de agradecer a Dios. Había cumplido su parte y Dios la estaba recompensando. Por fin sería libre.