Fabián leyó en voz alta el titular de la primera página. "Niño desaparecido trae más temores", luego continuó su lectura en silencio. En el rostro con cicatrices, se formó una pequeña sonrisa conforme avanzaban los párrafos, , luego estalló en una carcajada que hizo eco en el cuarto vacío. No tienen idea, ni una puta idea.
Abajo, en el sótano, tres niños y una niña se encontraban sentados en la oscuridad. El sitio apestaba a humedad y suciedad de los propios infantes.
— ¿Qué creen que nos hagan? — dijo el mayor. Un niño delgado, de pelo negro y ensortijado. Se llamaba Juan.
—No lo sé, pero tengo mucho miedo —dijo la niña, su nombre era Brenda— ¡Quiero a mi mamá! ¿Por qué no viene? —. Empezó a sollozar y luego estalló en llanto
El más pequeño de los cuatro se acercó a consolarla. La abrazó sin decir una sola palabra. Sólo se quedó así, estrechándola contra su pecho. Ninguno de los demás sabía su nombre, ni lo habían escuchado hablar. Cuando los llevaron a ese sitio, él ya estaba ahí.
— ¿Por qué no hablas? ¿Eres mudo? — lo sacudió Max. Era el más despierto de todos. Un gordito de pelo café y ojos claros.
—¡Déjalo en paz! —gritó Brenda— ¿No ves que tiene más miedo que nosotros?
—Está bien, sigan abrazados. Juan y yo nos pondremos a buscar cómo salir de aquí ¿Verdad, Juan?
—Házlo tú si quieres. Yo ya me cansé.
—¿No ven que nos van a matar? Si no salimos de este lugar, nunca volveremos a ver a nuestros padres —dijo Max.
—Llevo más tiempo encerrado aquí que tú. Créeme, no hay manera de escaparse. Además de cucarachas y ratas, no encontrarás nada de nada —dijo Juan.
Arriba, Fabián llamaba por teléfono. Se paseaba nervioso por el cuarto.
—Jefe, ya tengo a los niños.
—Buen trabajo ¿Ya les diste de comer?
Fabián, se quedó callado por un segundo. Se le había olvidado hacerlo.
—Si, jefe. Ya les di. Que se mueran de hambre, los mugrosos.
—No quiero que les pase nada. No me los vayas a maltratar. No quiero otro accidente. Te lo advierto.
—No, cómo cree. Si los estoy cuidando. Que se pudran.
—Bueno, mañana temprano los mando a buscar.
—Aquí lo espero.
Sería la última vez que haría un “trabajito” para ese viejo, estaba harto de cuidar mocosos que siempre intentaban escapar. Le importaba un carajo lo que hicieran con los niños; él los vendía a un buen precio y con los que estaban en el sótano, tendría suficiente dinero como para pensar en el retiro. Quería largarse muy lejos, quizá a una isla en el Caribe. Sobre todo por lo que le sucedió con los últimos chiquillos que secuestró. Cuando uno de ellos lo sacó de quicio. Todavía tenía en los nudillos las cicatrices que se hizo al golpearlo. Aún no podía dormir al recordar aquello, ni podía explicarlo. El por qué había reaccionado de esa manera, bueno, otras veces se le había pasado la mano, pero con ese había rebasado los límites. Lo bueno fue que su jefe le creyó lo del accidente y pudo seguir trabajando. Dejó de pensar en todo eso y mejor telefoneó a la pizzería. Si los encuentra muy flacos no querrá pagarme.
—No creo que estén pidiendo rescate por nosotros, bueno, al menos por mi no, mi familia es muy pobre —dijo Max.
—He escuchado cosas horribles. Que matan a los niños para venderlos en pedazos —dijo Juan.
—Mi mamá me contó que hay gente que no puede tener hijos y que los compran—dijo Brenda.
—Pues si es para eso, no creo que nadie quiera comprar al mudito—se burló Max—. Bueno, podrían venderlo a un circo.
—¿Puedes dejar de molestarlo? El pobre no te ha hecho nada —protestó Brenda.
—Pues tiene que comer, porque desde que me trajeron aquí, no he visto que coma—dijo Juan.
Los tres voltearon a verlo, pero ya no estaba junto a ellos.
—¿Y ahora dónde se metió? —masculló Brenda.
—Debe estar platicando con sus amigas las ratas, allá en el rincón—volvió a mofarse Max.
Se escuchó el rechinido que hacía la puerta al abrirse, se callaron de inmediato, la luz que entró los deslumbró por un momento. Cayó una botella con agua rodando por las escaleras que los hizo voltear al mismo tiempo.
—Tengan mocosos. Quiero que traguen bien, porque mañana vienen por ustedes —les dijo Fabián. Luego les aventó la caja de la pizza que se desparramó en el piso polvoriento.
De nuevo oscuridad total. Recogieron los pedazos para repartirlos. Brenda tomó la parte que le correspondía al más pequeño y la llevó al lugar donde siempre se escondía.
Ahi estaba. Sentado, mirando hacia abajo.
—Ten, chamaco, come. Si no lo haces te vas a enfermar.
El chico sólo negaba con la cabeza y se tapaba la cara con las manos.
—Por favor...
Seguía negándose, esta vez se movía con más fuerza, luego, lanzó un grito inentendible que sobresaltó a todos.
—Está bien. Si quieres morirte de hambre, allá tú. Ya me cansé de estarte cuidando todo el tiempo. Te dejo la comida aquí.
Brenda regresó a donde estaban los demás. Escuchó a las ratas pelearse por la pizza del pequeño.
—No tiene remedio. Creo que quiere morirse—dijo Juan.
—Nosotros tenemos que planear cómo escapar—dijo Max—. Mañana cuando vengan a buscarnos, podríamos intentarlo.
—Ni crean que me iré sin el mudito. No lo pienso abandonar—dijo Brenda.
—Tengo un plan. Si el rarito es inteligente, huirá con nosotros—dijo Max.
Arriba, Fabián empezaba a desesperarse, temblaba de nervios. Se asomó por la ventana, luego se acercó a la puerta que conducía al sótano. Intentó escuchar lo que hacían los niños. No hacían ningún ruido, eso lo alteró aún más. Están tramando algo, se quieren escapar. Abrió la puerta y acechó. Estaba muy oscuro, así que encendió la luz. Nada. Subió y bajó el interruptor sin éxito.
Cerró la puerta y fue a buscar una linterna. Mientras revisaba la caja de herramientas, se encontró un mazo. Una voz dentro de su cabeza le dijo: “Quieren huir, no lo permitas”.
Tomó la herramienta con esfuerzo, pues estaba pesada. Sólo lo utilizaré si es necesario, mis boletos al Caribe no pueden escaparse.
Regresó, llevaba la linterna en una mano y la herramienta en la otra. Descendió con mucho cuidado.
—¡Malditos mocosos, salgan donde los pueda ver!
No recibió respuesta. Empezó a perder el control. No puede ser, cálmate. No pierdas los estribos. Acuérdate lo que dijo el jefe.
—No me obliguen a buscarlos ¡Se los advierto!
Escuchó que se movía algo en la oscuridad , iluminó hacia la esquina de la habitación, vio una sombra moverse. No pudo reaccionar a tiempo. Un golpe en la cabeza lo hizo trastabillar y cayó sobre unas cajas de cartón. Perdió el conocimiento.
—!Corran, larguémonos de aquí! —gritó Max.
Juan y Brenda, salieron detrás de él. Subieron las escaleras a toda prisa. Por un segundo la habitación que estaba más iluminada les afectó la visión, pero pronto se acostumbraron al cambio. Se encontraron con un lugar vacío y al fondo, la puerta que los conduciría hacia la libertad.
—¿Dónde está el mudito? —dijo Brenda—Les dije que no me iba sin él.
—¿Estás loca? ¡Vámonos! Si no quiere venir, es por algo —dijo Juan.
—Pues voy a buscarlo, váyanse ustedes —contestó la niña.
—¡Yo, me largo! —gritó, Max.
Juan volteó a ver a Brenda y con la mirada parecía decirle que no fuera tonta, que escapara con ellos. Ella le dijo adios con la mano y regresó al sótano.
No podía ver nada, así que bajó con mucho cuidado. Por poco tropieza con unas cajas que estaban tiradas. En el suelo, con la cabeza ensangrentada, su raptor seguía inconsciente. Lo pateó con fuerza en las costillas para ver si reaccionaba, pero ni se inmutó, luego se acercó a la esquina donde siempre se escondía el pequeño.
—Chiquillo, no seas tonto.¡Tenemos que largarnos! —gritó Brenda.
El niño no le contestó. Insistió varias veces, pero no recibió respuesta.
Voy a tener que ir por él. No me importa si tengo que arrastrarlo.
—Chamaco, tontito ¡ven conmigo! —susurró.
Brenda sintió un terrible dolor en la espalda, se le doblaron las piernas y se desplomó. Con la mirada borrosa, alcanzó a ver a Fabián agarrando un mazo. Luego la tomó del cabello con violencia.
—¡Maldita! ¿Dónde están los demás? Por su culpa no me pagarán ¡Ya me chingaron! — La empezó a abofetear, luego la golpeó con el puño cerrado.
—Está bien, ya no me pegues. Por favor no me lastimes más —suplicaba la niña.
Brenda que sangraba de la nariz, tenía un ojo bastante lastimado, sostenía una lucha encarnizada por soltarse.
Mátala, Mátala, le decía a Fabián la voz dentro de su cabeza.
Él sostuvo la pesada herramienta con ambas manos. Rómpele la cabeza, Rómpele la cabeza, se repetía cientos de veces, como eco en la mente.
Era el momento para darle el golpe de gracia. Alzó los brazos para asestarselo con saña , pero entonces lo vio, parado frente a él, lo miraba con la misma expresión de angustia.
—¿Tú que haces aquí? —gritó Fabián—apenas si pudo articular esas palabras.
El pequeño se acercaba arrastrando los pies, la piel casi translucida. Sus ojos tristes parecían reclamarle todo su sufrimiento.
—¡Pero si yo te maté! —, alcanzó a decir con los ojos desorbitados por el terror—Yo mísmo te enterré.
Brenda vio al mudito parado frente a Fabián, se acercaba con pasos lentos, pero firmes hacia él. Sin duda era el pequeño, pero algo andaba mal. Su rostro deformado, la cabeza aplastada, como si le hubiera caído algo muy pesado sobre ella.
Fabián se hincó de rodillas, como si pidiera clemencia, soltó el mazo que fue a parar a los pies del niño. Empezó a sollozar y al mismo tiempo a orinarse de miedo.
—¡No quise hacerte daño, lo juro!
La expresión del mudito era de odio, como si lo quisiera matar sólo con la mirada. Recogió el arma sin ningún esfuerzo y asestó un golpe. Fabián quiso detenerlo, pero esa acción le costó que se le partiera en tres pedazos el brazo. El hueso fracturado se abrió camino entre los músculos y piel. El secuestrador ahora no dejaba de gritar.
Cuando el pequeño volteó a ver a Brenda, su semblante cambió al que ella conocía. La miraba con aquella melancolía que la hizo adoptarlo como su hermanito. Fue en ese momento que escuchó dentro sus pensamientos: “Mi trabajo ha terminado, regresé para protegerte. Huye. Los demás te están esperando cerca de aquí”.
—¡No te voy a dejar!—gritó Brenda con fuerza.
Entonces el niño volvió a dejar caer la pesada herramienta, pero esta vez sobre el cráneo del secuestrador. Sobre el piso quedó la mitad de la materia encefálica y el cuerpo contorsionándose como gusano de Fabián.
“Brenda, no hay nada que hacer. Debes irte pronto por que no tardan en llegar los demás secuestradores”.
La niña miró a Fabián en medio de un gran charco de sangre, pero el mudito había desaparecido. Salió lo más rápido que pudo de ese lugar. Corrió sin mirar hacia atrás, hasta que escuchó que Max la llamaba. Se detuvo y se sentó a llorar, aún no podía asimilar lo ocurrido en el sótano. Intentó explicarselo a los demás, pero no pudo hacerlo en ese momento. Minutos después les contó lo que había presenciado.
—Debemos ir a la policía y contarles todo— dijo Juan.
—Pobre mudito, y pensar que todo ese tiempo me estuve burlando de un muertito— dijo Max— , que Dios me perdone.
—Ojalá que por fin pueda descansar en paz— sollozó Brenda.
Los tres se abrazaron formando un círculo y pidieron por el eterno descanso de su amigo. Así se quedaron un rato. Los tres lo sintieron, pero nadie dijo nada, alguien más se unió al abrazo...