martes, diciembre 13, 2005
El bebé de Carmen.
Hacía tanto calor en aquella sala de espera que el sudor le caía a chorros de la frente. Estaba parada en la fila, esperando su turno para su chequeo de cada mes, era por demás vergonzoso para ella, aquél hospital no contaba con personal de sexo femenino y los médicos y enfermeros de ese nosocomio no se distinguían por ser muy amables con las mujeres.
En los últimos años las muertes por cáncer cérvico-uterino se habían disparado a una cantidad escandalosa. Las que eran diagnosticadas cuando la enfermedad apenas se iniciaba, podía salvarse, las demás eran llevadas a un campo de exterminio.
Carmen de 35 años tenía que pasar por tal humillación mes tras mes, así como tantas mujeres que eran obligadas a satisfacer sexualmente a los “invitados”. Detrás de ella se encontraba una joven que a simple vista parecía no rebasar los 15 años.
-Esos cerdos están empezando a usar a las niñas también— se dijo asqueada.
Vio que la jovencita apenas si podía sostenerse de pie, estaba pálida y respiraba con dificultad.
— ¿Dime niña, estás bien?- preguntó.
—No me siento bien señora, creo que me estoy cociendo viva— contestó.
—Pero si estás hirviendo criatura, deben atenderte de inmediato ¡Que venga pronto un médico!—
Un par de enfermeros se acerco a ellas, la joven en ese momento se desvaneció en los brazos de Carmen, un hilillo color verde le salía de la boca.
— ¿Conoce a la joven?— preguntó uno de ellos.
Carmen titubeó un momento, luego con voz firme dijo —Soy su madre—
—Síganos, es menester que nos apuremos o la criatura morirá— dijo el más alto de los dos tomándola de la mano. El otro cargó a la joven como si fuera una muñeca de trapo.
Caminaban de prisa por un pasillo largísimo, el sonido de las botas metálicas de los enfermeros retumbaban en sus oídos como agujas en los tímpanos. Carmen los seguía con los ojos clavados en el piso, pensando.
¿Cómo había sido posible que nadie haya podido deshacerse de esas repugnantes criaturas? ¿Cómo había sido posible que nadie se hubiera imaginado el verdadero propósito de los alienígenas?
Primero llegaron 100, después a los pocos días no había ni una ciudad sobre la tierra que no fuera invadida y arrasada. Los hombres eran utilizados como esclavos en fábricas grandísimas. A las mujeres sólo las utilizaban como objetos sexuales, a algunas las usaban para que procrearan más humanos para sustituir a los esclavos y esclavas que morían.
Había algo en el esperma de esos seres que provocaba la enfermedad, algunas veces bastaba un solo contacto, otras veces como con Carmen podían pasar años y no ocurría nada. No se había registrado nunca un embarazo resultado de la cópula entre las dos especies.
-¿Qué es lo que tiene mi niña, a dónde la llevan?—
—Mujer, estás a punto de presenciar un milagro— le dijo el que la tenía en brazos.
Entraron en la última sala, acostaron a la joven y la desnudaron. Fue en ese instante que se dio cuenta que la niña tenía el vientre hinchado, pero minutos atrás parecía normal. No podía ser cierto, si la joven estaba embarazada no podría llamársele a eso un milagro, era una aberración. ¿Pero cómo pudo suceder?
Uno de ellos parecía estarse preguntando lo mismo, sacó de su traje un mini computador y empezó a teclear en él datos con una velocidad impresionante. El otro acercó un aparato de ultrasonido para inspeccionar al “bebé”.
Eran momentos de máxima tensión, el ultrasonido reveló lo que Carmen más temía. Lo que estaba creciendo dentro del vientre de la chica era peor de lo que la mente más enferma se pudiera imaginar. Sintió que su estomago no aguantaba más y vomitó hasta el cansancio, no paró hasta que sintió el característico sabor amargo de la hiel en su garganta.
El del mini computador entonces habló:
—Según los resultados el embarazo se debe a la corta edad de la mujer, sus óvulos aun no han madurado lo suficiente y parecen aceptar los espermatozoides de nuestra especie sin problema alguno. El producto de la unión es desconocida, lo sabremos en unos minutos.
Esta vez, sacó de entre sus ropas un pequeño frasco con un líquido amarillento y una jeringa. Extrajo con mucho cuidado la misteriosa sustancia de la ampolleta y se la inyectó a la joven. Esta abrió de golpe los ojos que parecía que saldrían de sus órbitas, dio un grito espeluznante y de su entrepierna empezó a salir coágulos de sangre mezclados con una sustancia verdosa y pegajosa. Luego empezó a sobresalir la cabeza (una de las dos), luego un brazo y otro cráneo, hasta que aquella cosa amorfa salió por completo. La chica ya no se movió, había muerto.
En cuanto salió todo el cuerpo, las dos criaturas se abalanzaron a tomarlo. Emocionados lo abrazaban y se lo pasaban uno al otro. No se dieron cuenta cuando Carmen tomó el frasco con la sustancia amarilla, llenó dos jeringas hasta el tope y se las enterró en la espalda.
Los dos cayeron al suelo convulsionándose de dolor, hasta que dejaron de revolcarse les arrebató a la pequeña criatura y el mini computador. Salió por una puerta trasera y se perdió en el calor de la ciudad.
Al final de un callejón junto a un gran basurero se encontraba Carmen meditando. A su lado estaba el computador hecho pedazos y el pequeño mutante que en lugar de llorar hacía un sonido que ponía la piel de gallina.
Nadie la iba a recordar, nadie la extrañaría, el mundo sería igual o peor, pero no iba a permitir que más niñas fueran embarazadas por esos seres. No debían enterarse.
Mataría al pequeño monstruo y luego se mataría ella, acabaría con esa pesadilla. Sacó una jeringa con la sustancia amarillenta y se la aplicó a la criatura y luego a ella. Convulsionándose creyó ver en uno de los ojos de la criatura una pequeña lágrima derramándose sobre el pavimento y evaporarse al instante.
lunes, diciembre 05, 2005
El Cadáver.
Cuando me preguntan por qué soy embalsamador, no sé que responder. Medio en broma contesto: “Es un trabajo sucio pero alguien tiene que hacerlo”. En el fondo sé cual es la razón, aunque a veces no quiera confesármelo.
Hoy hubo un accidente de tránsito, un autobús lleno de jóvenes universitarias se precipitó al vacío, todas murieron. Algo natural en este sitio donde quizás Dios quiso que solo viviesen las cabras monteses. Ese es uno de los motivos por los que nunca viajo, demasiados cerros desde donde la muerte te observa y una cosa es trabajar con ella y otra…
El autobús cayó por una barranca a unos trescientos metros, para completar las cosas -como si la muerte deseara asegurarse la victoria- al chocar contra el fondo el tanque de gasolina se encendió y el autobús estalló en una columna de llamas que se alzó hasta el borde del despeñadero igual que en esas películas de Holiwood. Ya pueden hacerse una idea.
Cuando la policía y los bomberos llegaron tres horas después –todo un record en nuestra provincia- lo único que hicieron fue recoger los pedazos. Muchos de ellos carbonizados. Un desperdicio, un verdadero desperdicio, me dije al ver los cuerpos jóvenes, llenos de vida de esas mujeres, casi niñas, reducidos a la nada. Cuerpos decapitados, extremidades solitarias, troncos calcinados donde se adivina aun la forma de unos senos voluptuosos. Un sinfín de sueños convertidos en ceniza.
Veinte cadáveres y solo uno estaba completo, un rompecabezas gigante para armar. Me esperaba una larga jornada. Paciencia, ese es el secreto y por supuesto arte, y… lo más importante: el premio final.
Mientras Joaquín, mi ayudante, armaba el puzzle anatómico, me dediqué a entrevistar a las familias de las seis muchachas que aún conservaban suficientes partes como para ser reconstruidas. La entrevista es muy importante, me permite conocer a profundidad a la víctima y entonces el muñeco inarticulado que reposa sobre la fría superficie de metal adquiere vida. Los recuerdos de esas personas, como eran, si reían o lloraban con facilidad, sus problemas y alegrías, me permiten darle a sus rostros esa cualidad que se pierde una vez que el corazón deja de latir y la muerte se hace dueña de nuestra carne.
Fotos, el video de su quinceaños o de su boda, una carta de amor, todo sirve. Es interesante ver como la familia te entrega sus “secretos” con tal que “la niña quede lo mejor posible”. Nadie quiere ver el verdadero rostro de la muerte, nadie quiere ver lo que le espera, mañana o ahorita, agazapado en una cáscara de plátano en la acera, o tras los ojos turbios de un beodo, o simplemente en la sonrisa de ese que dice que te ama.
Sólo necesité tres horas para entrevistar a los familiares, este es un pueblo pequeño, por suerte. Cuando regresé Joaquín había terminado de coserle los ojos a la última. No puede negarse que el chico tiene su arte, es una lástima que no tuviera plata para estudiar Medicina, habría sido un excelente cirujano. Lo despedí luego de pagarle la suma correspondiente, me dio las gracias y se marchó. Nunca discute, ni pregunta por qué debo quedarme solo. Acepta el dinero y se retira en silencio hasta la próxima vez.
De todo el proceso ésta es la parte que me fascina. Hay un misterio en el arte del maquillaje, es como si, de pronto, dejaras de ser tú para convertirte en otra persona. Si no me entienden miren a su esposa acabadita de levantarse y verán lo que les digo.
¿De dónde surgió esta pasión?
No lo sé.
Recuerdo a mi madre frente al espejo arreglándose el cabello, el cuidadoso detalle de su mano delineando las cejas, la forma de sus labios marcándose poco a poco a la hora de usar el pintalabios, luego la súbita entrada como una relamida y la blanca servilleta limpiando los restos en los blancos y brillantes dientes. Recuerdo a papá dando vueltas impaciente como un león hambriento que quiere meterle el diente a una gacela pero que no tiene más remedio que esperar. “Hasta cuando mujer, mira que se nos va a hacer tarde”. Pero sobre todo recuerdo el aire triunfal de ese rostro transformado ante el espejo, la delicada sonrisa, los ojos brillantes que decían: aun soy hermosa. No soy esa fregona de moños parados, arrugas incipientes y ojeras madre de tres niños. Soy diferente, ésta soy yo, la otra es un fantasma, un monótono disfraz para engañar a mi marido.
Quizás fuera esto, lo cierto es que, desde muy temprano, comencé a practicar frente al espejo, primero conmigo, luego con batman, superman y con cuanto muñeco estuviera a mi alcance, y por último con mis amiguitas en el colegio. Tuve mucho éxito. ¡Quién sabe a donde habría podido llegar! Pero la muerte me tenía reservada, como siempre, una sorpresa.
Maria Eugenia tenía ventidos años y era la única que había logrado morir en una sola pieza. Al parecer salió, de alguna forma, despedida por la ventana. Una roca le partió la columna cervical por lo que debe haber sufrido un buen tiempo antes de morir. La fuerza de sus músculos respiratorios debilitándose, percibiendo el esfuerzo para respirar, el cuerpo adolorido, el sol golpeándole en los ojos, mientras que los carroñeros tejen lentos círculos en el aire enrarecido, el olor a sangre y carne quemada elevándose en vaharadas a su alrededor.
Lavé sus heridas, no soy Isis para devolverle el aliento pero al menos puedo reintegrarle al rostro algo de su antigua frescura. Apliqué la crema especial para detener la rigidez, para reducir las huellas del dolor y el sufrimiento, hacer que el lustre de los ojos recupere su brillo. A pesar de los moretones y a medida que avanzaba iba descubriendo, rescatando bajo la suciedad y la mugre, los rasgos atrapados en una fotografía que me había dado la madre. “Mi pobre niña, era tan hermosa”. Y tenía razón, el ángulo de la mandíbula, el pequeño lunar junto a la boca, el ligero exceso de carne en las mejillas hacían su rostro casi perfecto.
Disequé las arterias e introduje el líquido preservante, espeso y rosado, mientras su sangre drenaba a través de una incisión en la venas femorales. Le abrí el vientre y extraje las vísceras, la sangre resbalaba por mis dedos temblorosos. Le taponé las fosas nasales y los otros orificios para evitar que el líquido y los gases escaparan por ellos. Tardé cierto tiempo, le dediqué todo mi amor y mi arte. Cuando terminé me alejé unos metros para contemplar mi obra.
Maria Eugenia era la negación de la muerte, el recuerdo resurgido de aquella otra mujer que me había abandonado muchos años antes. La mujer que me había negado sus caricias a pesar de mis ruegos, a pesar de haberlas deseado tanto como yo. La mujer a la que la muerte se había llevado para burlar mi deseo.
Acaricié su pelo, sus labios, el canal entre los senos prolongándose hasta la sínfisis del pubis en la cicatriz reciente dejada por el escalpelo. Aspiré el olor de su cuerpo mezclado con el suave aroma de los oleos y fue mía.
Media hora más tarde resoplando y sudoroso me fui a darme un baño, siempre lo necesitaba, el agua era el cura que limpiaba mis pecados en silencio, sin reproches.
Cuando regresé, el cadáver de María Eugenia no estaba en su lugar, sólo el contorno de su cuerpo dibujado por mi sudor.
Era extraño pero no me asustó, a veces a los amigos se les ocurre hacerme bromas. Busqué en la cámara de refrigeración, en la sala del mortuorio, detrás de los estantes, sin éxito.
La temperatura en el cuarto había descendido unos cuantos grados ¿O era mi imaginación?
De pronto la luz se apagó y fue en ese momento cuando supe que algo andaba mal. Manoteé la pared en busca del interruptor. Oí pasos de pies descalzos que se acercaban poco a poco hacia mí. Tropecé con algo golpeándome en la cabeza, el ruido estalló en mi cráneo y se multiplicó en los corredores.
Oscuridad.
Después de cierto tiempo debí despertar, o eso creo. Unas manos tan frías como la habitación recorrían mi cuello, voluptuosas. Dedos de largas uñas explorando cada centímetro de mi piel.
Abrí los ojos, parpadeé ante el torrente de luz, poco a poco mi visión se acostumbró al entorno y entonces vi…
Un coro de impasibles rostros me observaba. Rostros repetidos hasta el cansancio. El de mi madre, el de las niñas de la escuela, el de Maria Eugenia…tantos.
Una de ellas se me acerca parece una enfermera, tiene una bonita sonrisa. Palpa mi brazo, da tres golpecitos sobre mi antebrazo desnudo y ata una banda de goma en él. Alza su mano en la que sostiene una jeringa. Las gotas del liquido rosado brillan como perlas cuando ella empuja el émbolo para extraerle el aire, es cuidadosa, amable, todo el tiempo sonríe. Mira mi vena como se hincha, como invitándola a sumergirse en ella, puedo ver en sus ojos el reflejo de mi rostro desesperado.
A lo lejos, muy lejos ahora después que me ha introducido la aguja en la vena, se escucha el ruido del agua corriendo en la ducha, parece la voz monótona de un cura diciendo una bendición. Un avemaría, un padre nuestro, un requiescat in pace.
Ahora Maria Eugenia se acerca y el ruido de la motosierra habla por ella. Cierro los ojos.
Espero que cuando los abra sea como un despertar…
Hoy hubo un accidente de tránsito, un autobús lleno de jóvenes universitarias se precipitó al vacío, todas murieron. Algo natural en este sitio donde quizás Dios quiso que solo viviesen las cabras monteses. Ese es uno de los motivos por los que nunca viajo, demasiados cerros desde donde la muerte te observa y una cosa es trabajar con ella y otra…
El autobús cayó por una barranca a unos trescientos metros, para completar las cosas -como si la muerte deseara asegurarse la victoria- al chocar contra el fondo el tanque de gasolina se encendió y el autobús estalló en una columna de llamas que se alzó hasta el borde del despeñadero igual que en esas películas de Holiwood. Ya pueden hacerse una idea.
Cuando la policía y los bomberos llegaron tres horas después –todo un record en nuestra provincia- lo único que hicieron fue recoger los pedazos. Muchos de ellos carbonizados. Un desperdicio, un verdadero desperdicio, me dije al ver los cuerpos jóvenes, llenos de vida de esas mujeres, casi niñas, reducidos a la nada. Cuerpos decapitados, extremidades solitarias, troncos calcinados donde se adivina aun la forma de unos senos voluptuosos. Un sinfín de sueños convertidos en ceniza.
Veinte cadáveres y solo uno estaba completo, un rompecabezas gigante para armar. Me esperaba una larga jornada. Paciencia, ese es el secreto y por supuesto arte, y… lo más importante: el premio final.
Mientras Joaquín, mi ayudante, armaba el puzzle anatómico, me dediqué a entrevistar a las familias de las seis muchachas que aún conservaban suficientes partes como para ser reconstruidas. La entrevista es muy importante, me permite conocer a profundidad a la víctima y entonces el muñeco inarticulado que reposa sobre la fría superficie de metal adquiere vida. Los recuerdos de esas personas, como eran, si reían o lloraban con facilidad, sus problemas y alegrías, me permiten darle a sus rostros esa cualidad que se pierde una vez que el corazón deja de latir y la muerte se hace dueña de nuestra carne.
Fotos, el video de su quinceaños o de su boda, una carta de amor, todo sirve. Es interesante ver como la familia te entrega sus “secretos” con tal que “la niña quede lo mejor posible”. Nadie quiere ver el verdadero rostro de la muerte, nadie quiere ver lo que le espera, mañana o ahorita, agazapado en una cáscara de plátano en la acera, o tras los ojos turbios de un beodo, o simplemente en la sonrisa de ese que dice que te ama.
Sólo necesité tres horas para entrevistar a los familiares, este es un pueblo pequeño, por suerte. Cuando regresé Joaquín había terminado de coserle los ojos a la última. No puede negarse que el chico tiene su arte, es una lástima que no tuviera plata para estudiar Medicina, habría sido un excelente cirujano. Lo despedí luego de pagarle la suma correspondiente, me dio las gracias y se marchó. Nunca discute, ni pregunta por qué debo quedarme solo. Acepta el dinero y se retira en silencio hasta la próxima vez.
De todo el proceso ésta es la parte que me fascina. Hay un misterio en el arte del maquillaje, es como si, de pronto, dejaras de ser tú para convertirte en otra persona. Si no me entienden miren a su esposa acabadita de levantarse y verán lo que les digo.
¿De dónde surgió esta pasión?
No lo sé.
Recuerdo a mi madre frente al espejo arreglándose el cabello, el cuidadoso detalle de su mano delineando las cejas, la forma de sus labios marcándose poco a poco a la hora de usar el pintalabios, luego la súbita entrada como una relamida y la blanca servilleta limpiando los restos en los blancos y brillantes dientes. Recuerdo a papá dando vueltas impaciente como un león hambriento que quiere meterle el diente a una gacela pero que no tiene más remedio que esperar. “Hasta cuando mujer, mira que se nos va a hacer tarde”. Pero sobre todo recuerdo el aire triunfal de ese rostro transformado ante el espejo, la delicada sonrisa, los ojos brillantes que decían: aun soy hermosa. No soy esa fregona de moños parados, arrugas incipientes y ojeras madre de tres niños. Soy diferente, ésta soy yo, la otra es un fantasma, un monótono disfraz para engañar a mi marido.
Quizás fuera esto, lo cierto es que, desde muy temprano, comencé a practicar frente al espejo, primero conmigo, luego con batman, superman y con cuanto muñeco estuviera a mi alcance, y por último con mis amiguitas en el colegio. Tuve mucho éxito. ¡Quién sabe a donde habría podido llegar! Pero la muerte me tenía reservada, como siempre, una sorpresa.
Maria Eugenia tenía ventidos años y era la única que había logrado morir en una sola pieza. Al parecer salió, de alguna forma, despedida por la ventana. Una roca le partió la columna cervical por lo que debe haber sufrido un buen tiempo antes de morir. La fuerza de sus músculos respiratorios debilitándose, percibiendo el esfuerzo para respirar, el cuerpo adolorido, el sol golpeándole en los ojos, mientras que los carroñeros tejen lentos círculos en el aire enrarecido, el olor a sangre y carne quemada elevándose en vaharadas a su alrededor.
Lavé sus heridas, no soy Isis para devolverle el aliento pero al menos puedo reintegrarle al rostro algo de su antigua frescura. Apliqué la crema especial para detener la rigidez, para reducir las huellas del dolor y el sufrimiento, hacer que el lustre de los ojos recupere su brillo. A pesar de los moretones y a medida que avanzaba iba descubriendo, rescatando bajo la suciedad y la mugre, los rasgos atrapados en una fotografía que me había dado la madre. “Mi pobre niña, era tan hermosa”. Y tenía razón, el ángulo de la mandíbula, el pequeño lunar junto a la boca, el ligero exceso de carne en las mejillas hacían su rostro casi perfecto.
Disequé las arterias e introduje el líquido preservante, espeso y rosado, mientras su sangre drenaba a través de una incisión en la venas femorales. Le abrí el vientre y extraje las vísceras, la sangre resbalaba por mis dedos temblorosos. Le taponé las fosas nasales y los otros orificios para evitar que el líquido y los gases escaparan por ellos. Tardé cierto tiempo, le dediqué todo mi amor y mi arte. Cuando terminé me alejé unos metros para contemplar mi obra.
Maria Eugenia era la negación de la muerte, el recuerdo resurgido de aquella otra mujer que me había abandonado muchos años antes. La mujer que me había negado sus caricias a pesar de mis ruegos, a pesar de haberlas deseado tanto como yo. La mujer a la que la muerte se había llevado para burlar mi deseo.
Acaricié su pelo, sus labios, el canal entre los senos prolongándose hasta la sínfisis del pubis en la cicatriz reciente dejada por el escalpelo. Aspiré el olor de su cuerpo mezclado con el suave aroma de los oleos y fue mía.
Media hora más tarde resoplando y sudoroso me fui a darme un baño, siempre lo necesitaba, el agua era el cura que limpiaba mis pecados en silencio, sin reproches.
Cuando regresé, el cadáver de María Eugenia no estaba en su lugar, sólo el contorno de su cuerpo dibujado por mi sudor.
Era extraño pero no me asustó, a veces a los amigos se les ocurre hacerme bromas. Busqué en la cámara de refrigeración, en la sala del mortuorio, detrás de los estantes, sin éxito.
La temperatura en el cuarto había descendido unos cuantos grados ¿O era mi imaginación?
De pronto la luz se apagó y fue en ese momento cuando supe que algo andaba mal. Manoteé la pared en busca del interruptor. Oí pasos de pies descalzos que se acercaban poco a poco hacia mí. Tropecé con algo golpeándome en la cabeza, el ruido estalló en mi cráneo y se multiplicó en los corredores.
Oscuridad.
Después de cierto tiempo debí despertar, o eso creo. Unas manos tan frías como la habitación recorrían mi cuello, voluptuosas. Dedos de largas uñas explorando cada centímetro de mi piel.
Abrí los ojos, parpadeé ante el torrente de luz, poco a poco mi visión se acostumbró al entorno y entonces vi…
Un coro de impasibles rostros me observaba. Rostros repetidos hasta el cansancio. El de mi madre, el de las niñas de la escuela, el de Maria Eugenia…tantos.
Una de ellas se me acerca parece una enfermera, tiene una bonita sonrisa. Palpa mi brazo, da tres golpecitos sobre mi antebrazo desnudo y ata una banda de goma en él. Alza su mano en la que sostiene una jeringa. Las gotas del liquido rosado brillan como perlas cuando ella empuja el émbolo para extraerle el aire, es cuidadosa, amable, todo el tiempo sonríe. Mira mi vena como se hincha, como invitándola a sumergirse en ella, puedo ver en sus ojos el reflejo de mi rostro desesperado.
A lo lejos, muy lejos ahora después que me ha introducido la aguja en la vena, se escucha el ruido del agua corriendo en la ducha, parece la voz monótona de un cura diciendo una bendición. Un avemaría, un padre nuestro, un requiescat in pace.
Ahora Maria Eugenia se acerca y el ruido de la motosierra habla por ella. Cierro los ojos.
Espero que cuando los abra sea como un despertar…
jueves, diciembre 01, 2005
Sin invitación.
Como en todos los cumpleaños de mi padre, mi familia, los amigos y vecinos lo festejábamos en grande, lo hacíamos frente a mi casa, todos cooperaban con la elaboración de la comida y con la decoración del lugar, desde un mes antes se ponían de acuerdo o sorteaban quien se encargaría de cada cosa, se juntaba el dinero de todos y se hacían las compras pertinentes.
En esa ocasión me tocó encargarme de las bebidas, en pocas palabras sería el cantinero por esa noche, no me pudo haber ido mejor. No me desagradaba para nada la idea de pasarme toda la fiesta repartiendo y tomando todo tipo de bebidas espirituosas. Siempre he sido un tipo con suerte.
Con el permiso del Ayuntamiento se cerraba la calle, sólo los vecinos con sus familiares y los invitados asistían a la cena que después se convertía en baile que duraba hasta el amanecer.
Esa noche era mucho más fría que otras veces, casi todos bebieron más de lo normal, quizá para entrar en calor lo cierto es que estábamos todos tan ebrios que muchos quedaron dormidos en sus sillas. Por eso nadie notó al visitante misterioso que se sentó en la mesa que se encontraba al final de la calle.
Mi padre, el que odiaba que hubiera quien se aprovechara de la ocasión para presentarse a sus fiestas a comer y beber gratis, fue el primero en darse cuenta. Tomó la mejor botella de tequila y se acercó al extraño. Conforme se acercaba a la mesa se dio cuenta que aquél intruso ni siquiera había tocado el plato de mole, ni los chiles rellenos, mucho menos el dulce de calabaza.
— ¿Qué no le gustó la comida? ¿Quiere que le traigan caviar y champagne al patrón?— dijo con un tono falsamente simpático ¿Le gusta llegar a fiestas sin invitación y además de eso despreciar lo que hay en la mesa? Por que yo no lo conozco y no creo que nadie lo haya invitado—
Tenía razón, aquél hombre tenía todo el aspecto de un vagabundo, se veía sucio, sus manos y ropa estaban llenos de tierra. Vestía un roído traje negro con manchas de moho como los que usan los monjes, ocultaba su rostro con una capucha.
Ni siquiera volteó a verlo. Siguió con la vista baja, como si se encontrara solo en medio de la nada. Quien quiera que hubiera invitado o dejado entrar a la fiesta a aquél miserable, le iba a ir peor que al pobre sujeto.
—Ten, tómate un tequila y te me largas—le dijo mientras le servía hasta el tope de un caballito.
Quienes no se habían dado cuenta de le escena hasta ese momento y que no estaban demasiado ebrios se acercaron rodeándolo.
—No quiero nada de ustedes, sólo me tomo un respiro, sigan su fiesta, olviden que me han visto, seguiré mi camino. Si no me molestan haré de cuenta que no escuché el insulto y me iré sin hacerles daño— habló con voz más fuerte pero sin mirarnos.
Todos estallamos en carcajadas, nos pareció de lo más gracioso que aquél intruso además fuera un insolente, éramos por lo menos diez contra uno. Mi hermano Octavio, el más fuerte de todos se acercó con toda la intención de molerlo a golpes.
— ¡Detente donde estás, o será lo último que hagas en tu miserable vida!—dijo ésta vez con una voz gutural que nos paralizó a todos.
No pude detenerlo, Octavio se abalanzó sobre él. ¨”La cosa” o lo que fuera ese ser se puso inmediatamente de pie, la capucha de su traje cayó a sus hombros dejando al descubierto su horrible rostro, algo salió disparado de su boca hacia la cara de mi hermano, un líquido de color verde como el guacamole que estaba servido en las mesas.
Octavio cayó al suelo tomándose de la cara que se le caía a pedazos, la nariz y los ojos quedaron al lado de su cuerpo. Mi padre empezó a vomitar, no sé si del miedo o del asco, los demás quisimos huir. Todo sucedió como en un abrir y cerrar de ojos.
De un solo golpe atravesó a mi padre por el estómago cayendo sus entrañas desparramadas por el suelo, mi tío Alberto resbaló y esa cosa se agachó y de una mordida le arrancó parte de la cabeza, los demás quisieron correr pero un torrente de más liquido verde salió hacia sus piernas dejándoselas despellejadas hasta el hueso.
Yo me quedé parado, no pude moverme paralizado por el miedo. Fui testigo mudo de la masacre. Uno a uno fue exterminado por aquél monstruo.
—Para ti tengo mejores planes— dijo llevándome arrastrándome hacia el monte.
Llegamos a una cueva y nos adentramos en ella, tanto que ya no sentía el aire. Ahora me encuentro atado a esta roca, esperando. No sé lo que me aguarda, sólo espero que sea rápido y lo menos doloroso posible.
Un ser se acerca a la roca y le susurra al oído. —Tú alimentarás a mis pequeños—
Se separa un poco y abriéndose el vientre deja caer dos bolas sanguinolentas. Dos pequeños seres se arrastraban hacia la roca, los dos incrustan sus pequeños dientes en su carne. Se ahogan los gritos de dolor en las profundidades de la cueva.
En esa ocasión me tocó encargarme de las bebidas, en pocas palabras sería el cantinero por esa noche, no me pudo haber ido mejor. No me desagradaba para nada la idea de pasarme toda la fiesta repartiendo y tomando todo tipo de bebidas espirituosas. Siempre he sido un tipo con suerte.
Con el permiso del Ayuntamiento se cerraba la calle, sólo los vecinos con sus familiares y los invitados asistían a la cena que después se convertía en baile que duraba hasta el amanecer.
Esa noche era mucho más fría que otras veces, casi todos bebieron más de lo normal, quizá para entrar en calor lo cierto es que estábamos todos tan ebrios que muchos quedaron dormidos en sus sillas. Por eso nadie notó al visitante misterioso que se sentó en la mesa que se encontraba al final de la calle.
Mi padre, el que odiaba que hubiera quien se aprovechara de la ocasión para presentarse a sus fiestas a comer y beber gratis, fue el primero en darse cuenta. Tomó la mejor botella de tequila y se acercó al extraño. Conforme se acercaba a la mesa se dio cuenta que aquél intruso ni siquiera había tocado el plato de mole, ni los chiles rellenos, mucho menos el dulce de calabaza.
— ¿Qué no le gustó la comida? ¿Quiere que le traigan caviar y champagne al patrón?— dijo con un tono falsamente simpático ¿Le gusta llegar a fiestas sin invitación y además de eso despreciar lo que hay en la mesa? Por que yo no lo conozco y no creo que nadie lo haya invitado—
Tenía razón, aquél hombre tenía todo el aspecto de un vagabundo, se veía sucio, sus manos y ropa estaban llenos de tierra. Vestía un roído traje negro con manchas de moho como los que usan los monjes, ocultaba su rostro con una capucha.
Ni siquiera volteó a verlo. Siguió con la vista baja, como si se encontrara solo en medio de la nada. Quien quiera que hubiera invitado o dejado entrar a la fiesta a aquél miserable, le iba a ir peor que al pobre sujeto.
—Ten, tómate un tequila y te me largas—le dijo mientras le servía hasta el tope de un caballito.
Quienes no se habían dado cuenta de le escena hasta ese momento y que no estaban demasiado ebrios se acercaron rodeándolo.
—No quiero nada de ustedes, sólo me tomo un respiro, sigan su fiesta, olviden que me han visto, seguiré mi camino. Si no me molestan haré de cuenta que no escuché el insulto y me iré sin hacerles daño— habló con voz más fuerte pero sin mirarnos.
Todos estallamos en carcajadas, nos pareció de lo más gracioso que aquél intruso además fuera un insolente, éramos por lo menos diez contra uno. Mi hermano Octavio, el más fuerte de todos se acercó con toda la intención de molerlo a golpes.
— ¡Detente donde estás, o será lo último que hagas en tu miserable vida!—dijo ésta vez con una voz gutural que nos paralizó a todos.
No pude detenerlo, Octavio se abalanzó sobre él. ¨”La cosa” o lo que fuera ese ser se puso inmediatamente de pie, la capucha de su traje cayó a sus hombros dejando al descubierto su horrible rostro, algo salió disparado de su boca hacia la cara de mi hermano, un líquido de color verde como el guacamole que estaba servido en las mesas.
Octavio cayó al suelo tomándose de la cara que se le caía a pedazos, la nariz y los ojos quedaron al lado de su cuerpo. Mi padre empezó a vomitar, no sé si del miedo o del asco, los demás quisimos huir. Todo sucedió como en un abrir y cerrar de ojos.
De un solo golpe atravesó a mi padre por el estómago cayendo sus entrañas desparramadas por el suelo, mi tío Alberto resbaló y esa cosa se agachó y de una mordida le arrancó parte de la cabeza, los demás quisieron correr pero un torrente de más liquido verde salió hacia sus piernas dejándoselas despellejadas hasta el hueso.
Yo me quedé parado, no pude moverme paralizado por el miedo. Fui testigo mudo de la masacre. Uno a uno fue exterminado por aquél monstruo.
—Para ti tengo mejores planes— dijo llevándome arrastrándome hacia el monte.
Llegamos a una cueva y nos adentramos en ella, tanto que ya no sentía el aire. Ahora me encuentro atado a esta roca, esperando. No sé lo que me aguarda, sólo espero que sea rápido y lo menos doloroso posible.
Un ser se acerca a la roca y le susurra al oído. —Tú alimentarás a mis pequeños—
Se separa un poco y abriéndose el vientre deja caer dos bolas sanguinolentas. Dos pequeños seres se arrastraban hacia la roca, los dos incrustan sus pequeños dientes en su carne. Se ahogan los gritos de dolor en las profundidades de la cueva.
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