—Te puedo dar un quizás definitivo —dijo ella.
Raúl la miró sin
saber que decir o hacer. Se estaría haciendo la graciosa o qué. Odiaba que le
dieran vueltas al asunto, era un sí o no. O no me gustas, o me gustas como
amigo. Se sabía casi todas las excusas, pero cuando le salió con esa respuesta,
se tragó la cara de perro apaleado que
ya tenía ensayada.
—Eso ¿qué
significa? ¿Me estas mandando a volar? ¿Temes herirme? Porque si es eso, no te
preocupes…
—¿Un quizás no te
parece bien?
—Me gustan más los
sí y si no hay remedio, pues los no, pero un quizás definitivo me deja, no sé…
—Es lo único que
puedo darte en este momento, un quizás definitivo.
—¿Pero mañana me
dices, si o no?
Ella ya no le
contestó, su cara era un monumento al quizás.
—Está bien —dijo
Raúl.
Ella abrió la
puerta de la casa, se deslizó con la agilidad de un gato y cerró despidiéndose
con la mano. La cara que le puso Raúl al despedirse le hizo temblar de pies a
cabeza.
Del otro lado de la
puerta Raúl respiraba como caballo desbocado, dio la vuelta. Pisó una oruga que
cruzaba por el patio, pateó un helecho.
Mañana, tendré un
no, pensó mientras acariciaba el cuchillo escondido entre sus ropas.
—Y le sacaré los
ojos —dijo al viento.
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