María la hija de cuatro años de Josefa se encontraba en la sala retozando con sus muñecas. Le encantaba pasarse las tardes echada en el suelo con sus juguetes favoritos. Le gustaba hacerlo al llegar de la escuela mientras su madre se encontraba preparando su comida favorita. Para ella, no había nada mejor para comer que las papas fritas. Las prefería más que a los postres, incluso si tenían crema batida. Ya empezaba a sentir el olor que llegaba desde la cocina, sintió como le rugían sus tripas. Escuchaba los cantos alegres de su madre al compás de la música de la radio.
Como todos los niños, son pocas cosas a las que le teme. Y no es que le encante el peligro, pero así hemos sido la mayoría en nuestra infancia. Por ejemplo, cuando se sube al carrusel y se baja cuando sigue en movimiento. Cuando asoma la cabeza fuera del auto. Cuando salta en su cama y cerca hay objetos que se pueden romper. Cuando corre por la orilla de la calle y hay camiones que pasan a toda velocidad.
Más bien, no sabe medir la peligrosidad de las cosas. Claro, hasta que sucede algo malo. Por ejemplo, no le tenía miedo al fuego hasta que un día se quemó al poner la mano en la estufa. No le temía a los contactos eléctricos hasta que un día sintió un sacudón al meter un dedo en ellos. Así aprendió a temerle a muchas cosas. Pero aún le faltaba tanto por ver y conocer.
Por eso cuando vio caminar a una enorme araña por la sala no le causó ningún temor. Al contrario, lo primero que quiso hacer: fue jugar con ella. Era negra y peluda con manchas anaranjadas. Una tarántula sudamericana, no era venenosa pero a cualquiera pondría a temblar. Seguramente se le habría escapado a algún vecino. Era casi del tamaño de las muñecas con las que jugaba. Las había visto por televisión en uno de tantos dibujos animados que veía por las tardes y le parecían simpáticas. Sobre todo una que era muy parlanchina, creo que se llamaba “Tecla” .
—Mamá, hay una araña en la sala—gritó María
—Estoy ocupada mi amor—le dijo su madre desde la cocina—¿Qué has dicho?
—¡Que hay una araña en la sala!—gritó más fuerte.
—No te preocupes, no hacen nada—dijo despreocupada Josefa.
—¿Puedo jugar con ella?
—No hija, déjala en paz.
—Es muy bonita mamá ¿Me das permiso?—insistió la niña.
—¡Ya te dije que no!—Pero María no la escuchó.
Se acercó a la tarántula para poder agarrarla. Lo hizo poco a poco para no espantarla. Ésta reaccionó al contacto de la niña parando sus patas delanteras. María insistió y el insecto se lanzó sobre ella como si quisiera defenderse.
—Mamá ¿Las arañas son malas?
—No Mari, si no la molestas no te hará daño.
—Pues ésta, es muy mala. No me deja jugar con ella.
—Ya casi están listas tus papas fritas—le avisó su madre que se encontraba muy contenta.
—Ahora voy—gritó la niña.
La niña ya no quería jugar. Estaba empezando a molestarse. Nunca se había visto rechazada por nada ni por nadie. Estaba acostumbrada a que tan sólo pedir las cosas conseguía lo que quisiera. Si a la primera no lo lograba, algunas lágrimas y gritos le ayudaban en la labor de convencimiento. Le lanzó uno de sus juguetes, pero falló por más de un metro. Le echó una servilleta encima pero alcanzó a escabullirse. No tuvo más remedio que tratar de asirla otra vez con las manos. Esta vez por fin pudo atraparla. Pero tan pronto la sostuvo, ésta empezó a trepar por sus brazos hasta llegar a su cabeza. Manoteó y sacudió su pelo hasta que la hizo caer. Ahora si estaba molesta de verdad. Nadie se metía con su pelo.
—Mamá, la araña ya me hizo enojar ¿Puedo pegarle?—gritó María.
—No hijita, pobre animal ¿Por qué no la lanzas por la ventana y te vienes a comer?—dijo la madre, sin sospechar el tamaño real de la araña.
—No se deja atrapar—dijo triste María.
—Déjala que se vaya sola entonces. Ya están listas tus papas. Ya las puse en la mesa. Acuérdate de lavarte tus manos—dijo Josefa bailando su canción favorita.
María corría por toda la casa detrás de la tarántula. Se metió debajo de un librero. María se agachó para espantarla. El animal salió disparado hacia ella. De no ser por que reaccionó a tiempo se le hubiera subido a la cara.
Estuvo siguiéndola por varios minutos de mueble en mueble. De habitación en habitación. Hasta que por fin la acorraló en una de las esquinas de la recámara de sus padres. De reojo, vio encima del tocador una enorme navaja de afeitar.
No recordaba que le hubieran prohibido usarla alguna vez. De hecho vio a su padre usándola por la mañana. Sin dejar de ver al bicho que la había sacado de sus casillas fue caminando hacia atrás para tomar la filosa navaja. Estaba un poco pesada pero podía con ella. La tarántula seguía quieta en el rincón. Agarró con ambas manos la navaja y la hundió en la panza del animal. Un líquido cremoso salió de la herida y embarró los bordes. No dejó de apretar hasta que la tarántula dejó de retorcerse. El líquido siguió saliendo llenando la hoja reluciente.
Al ver lo que quedó untado en el filo se acordó de otra de sus comidas favoritas. La crema batida. Como disfrutaba echarla sobre las frutas y pasteles que le servía su mamá. Ahora acababa de descubrir de dónde sacaban el delicioso líquido que tanto le agradaba.
Empezó a lamer la “crema”. Tenía un sabor raro, pero no le era desagradable. Relamió la navaja para dejarla limpia por completo. Pasó su lengua por el lado más filoso. Vio que la crema cambiaba de color. Ahora parecía salsa de tomate. “Que divertido” pensó María. Primero crema batida y ahora la salsita que tanto le encantaba. Dio más lamidas. La salsa no dejaba de salir.
—Mamá, ya no necesitas ponerle salsa de tomate a mis papas—gritó.
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