Eran las once de la noche. Dos compadres, Cristóbal y Nemesio, bebían en el bar del pueblo. Habían jugado ya tres horas de dominó y tomado una botella de tequila. Afuera hacía tanto frío que empezó a nevar. Los enormes pinos que rodeaban al bar se mecían con frenesí y sus ramas que comenzaban a llenarse de nieve crujían al momento de chocar entre ellas. Fueron a tomar algo para entrar en calor, pero ya se habían pasado de copas.
—Compadre, creo que ahí le paramos, se está haciendo tarde y si no nos apuramos nos veremos atrapados en medio de la tormenta—dijo Nemesio.
—Está bien compadre, sólo nos echamos la última y nos vamos. Además con ésta partida se define quién paga la cuenta—dijo Cristóbal—llenando otro vaso de tequila hasta el tope.
Como todos sabemos la famosa frase “la última y nos vamos” equivale a tomar por lo menos tres tragos y jugar tres partidas más.
—Vamos compadre no sea caprichoso, que se nos hace tarde.
—Ya le dije que es la última.
Así continuaron jugando y bebiendo hasta que el dinero ya no les alcanzó para más. Ya se iban, cuando las puertas del bar se abrieron de par en par de un sólo golpe. En medio del lugar se encontraba una mujer con el rostro desencajado, como si hubiera visto al mismísimo diablo. Tenía el rostro pálido bañado en llanto.
— ¡Por favor que alguien me ayude! Mi auto se ha quedado atrapado en la nieve. ¡Mi hijo se quedó ahí y está esperándome!
Todos se quedaron callados y viéndose unos a otros como idiotas, pero nadie se movió de su lugar. Algunos voltearon a verla, pero como si nada estuviera pasando, volvieron a lo que estaban. La mujer seguía ahí parada sollozante, con la desesperación a flor de piel.
Ante la urgencia de la mujer y después de consultarlo en silencio con sólo mirarse, los compadres decidieron ayudarla.
— ¿Díganos donde quedó su auto señora?—dijo Cristóbal.
—Está casi llegando a la curva, como a un kilómetro de aquí—les dijo con lágrimas en los ojos.
—Pues si no nos apuramos su hijo se congelará, así que síganos lo más rápido que pueda—dijo Nemesio.
Afuera, la tormenta estaba peor de lo que se habían imaginado. Corrieron tan rápido como los dejó la nieve. Sus zapatos se hundían hasta las rodillas. La oscuridad de la noche dificultaba aún más su carrera. El nivel de la nieve crecía de manera inexplicable. Sus pies se sentían como si de pronto se hubieran convertido en plomo. El viento se sentía como si alguien les clavara agujas en la piel. Así siguieron por diez minutos sin parar. De vez en cuando, paraban para no dejar atrasada a la mujer. La señora continuaba detrás de ellos, parecía no cansarse. Su rostro lucía más pálido que cuando la vieron en la cantina. Cristóbal temió que la hipotermia estuviera haciendo estragos en la desdichada.
Cuando se dieron cuenta que la señora ya no los seguía, el auto se encontraba como a dos metros de ellos. Tenía el motor y las luces encendidas.
—Por fin compadre, espero que ese niño siga vivo—alcanzó a decir Nemesio, mientras trataba de recuperar la respiración.
— ¿Dónde se quedó la señora?—dijo Cristóbal.
No la vieron por ningún lado, se la había tragado la tierra. No sabían si regresar a buscarla o continuar. La vida del niño era lo más importante en ese momento por lo que decidieron seguir. El último metro les costó recorrerlo una eternidad. Se acercaron con mucho cuidado hacia la puerta del auto.
Lo que vieron después, dejó a Nemesio con el cabello canoso desde entonces. Envejeció en un instante. Su compadre Cristóbal, murió en el lugar víctima de un paro cardiaco. Nunca se supo si fue por la impresión o por el esfuerzo físico
La señora se encontraba dentro del auto. Pálida, las manos crispadas, aferrándose al volante. Un niño, lloraba en el asiento trasero pidiendo ayuda.
Desde esa noche, el rostro bañado en lágrimas de la señora, acompaña a Nemesio en todas sus pesadillas.
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