Como cientos de habitantes de aquél pueblo, Mikael, salió de su cueva casi al amanecer. Un “ritual” que todos debían ejecutar si querían sobrevivir en ese mundo hostíl y despiadado. Vestía su holgado traje de plástico metálico que tanto odiaba, pero que era imprescindible para subsistir. La temperatura ambiente a esa hora era cercana a los cero grados centígrados.
En cuanto salió a la superficie arenosa, sintió como su traje se congelaba. Tenía pocos minutos para estar afuera, pues debía entrar a su cueva antes de que sufriera una hipotermia o la luz del sol lo quemara vivo en cuanto apareciera detrás de las montañas.
Afuera sólo silencio, un viento gélido formaba remolinos de arena. Volteó a ver a los demás que emergían como autómatas de sus cuevas. No vio salir a su vecino por segunda vez, “Creo que ya nadie lo volverá a ver”, se dijo así mismo. Miró a lo lejos y su mirada se perdió por un instante. Todavía quedaban vestigios de lo que alguna vez había sido “Zel”. Sus enormes rascacielos abandonados se alcanzaban a ver a la distancia. “Si pudiera algún día regresar” pensó. Pero sabía que eso era imposible. Su destino como el de los demás era vivir en esas cuevas. “Se nace, se vive y se muere en la cueva” era un dicho popular. La alarma de su reloj lo regresó a su triste realidad, le quedaba un minuto para volver a ingresar.
Su “hogar”, un agujero en la tierra, tenía una temperatura cálida, cercana a los treinta grados. Tan pronto ingresó a su cubículo, gruesas gotas de agua se condensaron en su traje y empezaron a resbalar para caer en el recipiente colocado en una de las piernas del traje. Apenas medio litro de agua, pero suficiente para sus necesidades del día. Bebió un pequeño sorbo que le supo a gloria. Lo demás lo vació en una jarra.
Mojó una esponja y con eso procedió a darse un “baño”. Deslizó la misma por su cráneo rapado. Disfrutaba la caricia del agua cuando le resbalaba hacia la nuca. Como extrañaba un jabón. Bueno, extrañaba tantas cosas. Su rostro arrugado cambió por un momento, pero regresó a la misma expresión de pesadumbre y hastío.
La destrucción de la capa de ozono había acabado casi con todo. Muy pocas formas de vida habían podido sobrevivir. Los insectos habían pasado a ser la especie dominante del planeta. Por las noches millones salían a buscar alimento. Recordó a Sylvia. Se le erizó la piel.
Se miró en el pequeño espejo que colgaba de la pared. Tenía tan sólo veinticinco años pero parecía de cuarenta. Su piel, estaba arrugada como una pasa por la deshidratación. Por lo menos sus riñones no le habían molestado los últimos días.
Un pequeño haz de luz se coló por uno de los domos de su cueva. El motor de su pequeño generador de energía solar empezó a trabajar. Su purificador de aire y el ventilador estaban muy viejos, pero funcionaban y eso lo mantenía con vida. Los consiguió hacía unos años cuando se casó. El precio había sido toda una ganga, tan sólo ocho galones de agua. Los había ahorrado para poder casarse. En aquél entonces trabajaba en una de las tantas plantas desalinizadoras que tuvieron que cerrar tiempo después al irse a la quiebra. El pago por supuesto se hacía con agua potable. En esos tiempos aún se podía transitar por las calles sin achicharrarse.
Cuando les avisaron que tenían que irse a habitar las cuevas afuera de la ciudad no lo pudo creer, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Era eso o la muerte. Al menos recibía su ración de alimentos sintéticos cada mes. Un transporte especial resistente al calor pasaba casi al caer la tarde a repartírselos. Le habían dicho que los gobernantes no viven en cuevas y que comen alimentos naturales. Mikael no creía que eso fuera posible. El oxígeno estaba tan enrarecido por la falta de árboles que dudaba que hubiera plantas que resistieran la vida así. Sabía que la vida en la tierra nunca más sería posible porque la destrucción era irreversible.
No habían pasado dos horas después del medio día, cuando el cielo se nubló por completo. Maldijo su suerte. Ahora tendría menos oxígeno. La pila de su generador no recargaba lo suficiente por lo que su purificador de aire trabajaría a la mitad de su capacidad. Sabía que no llovería mucho por lo que no se preocupó demasiado. La lluvia ácida no solía demorar tanto. Por si acaso, unas gruesas capas de una aleación especial de metal hacían a las cuevas resistentes a la corrosión. Hacía bastante tiempo que la suya no recibía mantenimiento, pero no quería preocuparse tan temprano.
Se acercó a un estante y tomó su libro preferido. Se pasaba todas las tardes mirándolo hasta que lo vencía el sueño. Estaba lleno de fotografías de la tierra, cuando la gente se daba el lujo de desperdiciar el agua. Cayó dormido mientras veía la imagen de unos niños chapoteando en un estanque. Empezó a soñar.
Siempre era la misma pesadilla. La noche en que su esposa murió. Cuando se la comieron viva. No pudo evitar que Sylvia se asomara para investigar qué era el golpeteo insistente en el techo de la cueva. Tan pronto se asomó, miles de cucarachas se le subieron encima. No eran del tamaño normal que conocían nuestros ancestros. La contaminación y la radiación las habían hecho mutar, hasta alcanzar la medida de un ratón. Él intentó quitárselas de encima, fue una lucha desesperada. Mató a decenas con sus pesadas botas, pero no fue suficiente. Para su desgracia, ella corrió hacia afuera de la cueva. Ahí miles de bichos la cubrieron por completo. Los gritos de Sylvia retumbaban dentro de su cabeza desde entonces. La imagen de los asquerosos insectos metiéndose en la nariz, boca y oidos de su amada, mientras él sellaba la escotilla, lo han acompañado en sus pesadillas todas las noches.
Despertó agitado, su corazón latía a mil por hora. El sol se había metido por completo. Lo único que se escuchaba, era el sonido monótono del ventilador. Se levantó a tomar su ración de agua. Estaba dando el último trago cuando un ruido lo hizo estremecer.
Primero, pensó que seguía soñando, luego que era el ruido que producía su purificador de aire. Estaba equivocado. Era como si miles de diminutas patas se arrastraran en el techo de su cueva. Luego escuchó un extraño rechinido como cuando alguien raya la superficie de algo con una navaja. Se asomó por uno de las ventanillas de los domos.
Su rostro arrugado se puso pálido. No daba crédito a lo que estaba viendo, se le hizo un nudo en el estómago. Enormes cucarachas rodeaban su cueva, se apretujaban ebtre ellas, como si quisieran penetrar el metal. Se sorprendió al ver que cada vez eran de mayor tamaño. Respiró profundo para tranquilizarse, podía escuchar cada pulsación de su corazón. Sabía que era imposible que penetraran las paredes. A no ser que…
El ácido de la lluvia había hecho un pequeño orificio en un costado del domo, “Maldición”, gritó. Los insectos se peleaban por entrar por la rendija, como si olfatearan carne fresca. Sólo pudieron ingresar uno a uno. Mikael, abrazó el libro que tanto le gustaba. No tuvo más remedio que utilizarlo como “arma” para defenderse. Conforme iban cayendo, las aplastaba. Una tras otra. Con cada golpe un chorro de líquido amarillo le salpicaba el rostro. Pronto el libro se humedeció y empezó a despedazarse. Por último, utilizó los pies y las manos. Los jugos de las cucarachas formaron un gran charco amarillo y pegajoso. Ya no podía más. Las fuerzas lo fueron abandonando poco a poco. Resignado decidió “descansar”. De reojo miró hacia la mesa donde se encontraba la jarra de agua. Se abalanzó sobre ella y empezó a beberla desesperado. Cerró los ojos y se imaginó que estaba en medio de un oasis. Chapoteando en un estanque rodeado de cascadas de agua junto a Sylvia.
Sintió pequeñas punzadas de dolor en los pies, luego en la entrepierna, su estómago, su cuello. Quiso gritar, pero los insectos dentro de su boca ahogaron su voz.
1 comentario:
...se ve chido el dibujo... :D ...
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