Cuando despertó en medio de aquella habitación, envuelto por una agobiante oscuridad, no podía explicar la angustia que le carcomía las entrañas. Le era imposible recordar cómo y cuándo llegó a ese lugar ¿Me habré quedado ciego?, pensó por un momento. Empezó a tantear el terreno, tratando de ubicarse. Llovía, las gotas caían sobre el techo metálico haciendo un ruido infernal. Había un olor desconocido e insoportable como si cientos de cadáveres hubieran sido apilados por siglos en ese lugar. Alcanzó a ver una pequeña rendija por donde se colaba un fino halo de luz. Caminó hacia ella, hipnotizado por su brillantez, como un insecto atraído por el destello de una lámpara. Se acercó gateando hacia la rendija para poder ver hacia afuera. Había un camino de tierra que se alargaba a la distancia y se perdía en el horizonte; las nubes grises se apretujaban entre sí quejándose con horribles estruendos. Un poco más allá, un paradero con una larga fila de gente esperando con el lodo hasta los tobillos. En sus caras mojadas sólo podía verse resignación y tristeza.
Una voz lo sobresaltó.
—¿Hace mucho que esperas?
La voz provenía del fondo de la habitación. Forzó la vista para ver quién era, pero no lo pudo identificar, era sólo una silueta deforme. Quizá ni siquiera estaba en el lugar y era un engaño cruel de su imaginación.
—No sé, no lo recuerdo, pero pareciera que llevo años aquí—contestó por simple inercia—. Luego volvió asomarse por la rendija.
—¿Es en serio? Yo tan sólo he estado unos días y ya quiero irme. Es insoportable la duda, esta negrura inmisericorde, el desfile de despojos humanos, ese maldito olor—dijo el extraño.
—Entonces eres real.
—Tan real como tú. Como todos los que ves allá, marchando como reses al matadero.
—¿ Y... adónde van?
—Por la cara de la gente no creo que sea un lugar mejor que éste. He visto que llega un transporte, alguien grita tu nombre y luego se marchan cuando estan llenos. Si no te mencionan, esperas que salga el viaje siguiente.Y así todo el tiempo.
— ¿Haz visto que salga alguien de aquí?
Hace un rato vi salir a dos que se ahorcaron. Uno de ellos se llamaba Judas por lo que pude escuchar.
—¿Pero cómo, por qué llegamos aquí?
—Ojalá lo supiera. Lo único que he descubierto es que estoy muerto y que debo tomar el siguiente viaje. No me importa adonde me lleve.
¿Muerto? , este hombre se ha vuelto loco, pensó.
—¿Cómo sabré que me llaman si no recuerdo mi nombre?
—Supongo que tendremos todas las respuestas cuando llegue el momento.
Al terminar de hablar oyó que su compañero de celda se puso de pie y caminó hacia la entrada, aproximándose a él.
—Me han llamado ¿Lo oíste?
Fue en ese momento, cuando lo tuvo cerca, que se percató que le faltaba la mitad de la cara. El hombre se detuvo, luego lo miró con el único ojo que le quedaba. La sangre, oscura y viscosa goteaba por su mejilla, sin llegar a caer, nunca, por toda la eternidad, parecía haberse detenido allí, como un signo de muerte en la muerte.
—No temas, al final fue decisión tuya estar aquí—le dijo al oído. Luego deslizó una barra de metal que atravesaba la puerta y salió al exterior.
Se quedó solo, observaba por la rendija como la gente subía a otro transporte. Todos en silencio ascendían cuando eran nombrados. Se imaginó el día que fuera su turno.
A veces palpaba su nuca, allí donde se había pegado un tiro, porque eso era lo que pensaba que había pasado, aunque no estaba muy seguro… no estaba seguro de nada. ¿Quién soy?, se preguntaba hasta el cansancio.
Cuando lograba quedarse dormido, un sueño recurrente lo volvía a despertar. En él podía ver a dos personas que parecían uniformadas, un uniforme que no conocía, quemaban su cadáver. De todas maneras, si no habían dicho su nombre, lo más seguro era que ya lo hubieran dejado ahí para siempre. No abandonaría ese lugar, no le importaba quedarse ahí, toda la eternidad. Temía más al lugar a donde se iban todos.
Escuchó más ruidos, gente que hablaba. Cada vez llegaban más y más personas a esa podrida habitación. Algunos se quedaban un rato e intentaban hacerle plática, pero mejor optó por refugiarse en un rincón. Al final siempre se quedaba solo, esperando por algo que no sabía si algún día se cumpliría. Cada hora que pasaba, para él era una tortura que se repetía sin parar, una especie de infierno personal confeccionado a su medida ¿Para qué desperté?, se decía una y otra vez.
Afuera, los camiones atestados de suicidas, salían cada vez con más frecuencia. Pero él permanecía ahí, enclaustrado, sin poder ir a ningún lugar. Ya no podía precisar cuanto tiempo había pasado, ni cuantas personas habían desfilado por esa sala de espera.
Un día, uno cualquiera, uno más, alguien gritó su nombre. Hacía mucho que no lo escuchaba, pero al oírlo lo reconoció y sintió un gran orgullo. Supo por fin quien era, cual había sido su misión en la vida. Dudó por un momento si salir o no, pero se armó de valor.
Se asomó por aquel agujero que había sido la ventana al exterior de ese infierno, el único sitio donde podía respirar sin sentir el hedor de su prisión. La carretera estaba vacía y en el parador reinaba un silencio mortal; no sabía cuánto tiempo había permanecido en ese estado: podrían haber sido años, como segundos, unos segundos dilatados por la duda. No tuvo más remedio que tocar la barra de acero y deslizarla hacia arriba para abrir la puerta. Sintió el frío de la lluvia interminable, el lodo que le llenaba los zapatos, por fin, después de esa larga incertidumbre, sabría su destino.
Se sorprendió cuando al ingresar al autobús tres personas lo saludaban mientras extendían el brazo derecho, pero al verlos, los reconoció de inmediato.
—¿Goebbels? ¿Borman? ¿Eva?
—Mi Fuhrer...
Una gran sonrisa se le dibujó en el rostro.
— ¿Dónde vamos?
Los tres se encogieron de hombros...
Una voz lo sobresaltó.
—¿Hace mucho que esperas?
La voz provenía del fondo de la habitación. Forzó la vista para ver quién era, pero no lo pudo identificar, era sólo una silueta deforme. Quizá ni siquiera estaba en el lugar y era un engaño cruel de su imaginación.
—No sé, no lo recuerdo, pero pareciera que llevo años aquí—contestó por simple inercia—. Luego volvió asomarse por la rendija.
—¿Es en serio? Yo tan sólo he estado unos días y ya quiero irme. Es insoportable la duda, esta negrura inmisericorde, el desfile de despojos humanos, ese maldito olor—dijo el extraño.
—Entonces eres real.
—Tan real como tú. Como todos los que ves allá, marchando como reses al matadero.
—¿ Y... adónde van?
—Por la cara de la gente no creo que sea un lugar mejor que éste. He visto que llega un transporte, alguien grita tu nombre y luego se marchan cuando estan llenos. Si no te mencionan, esperas que salga el viaje siguiente.Y así todo el tiempo.
— ¿Haz visto que salga alguien de aquí?
Hace un rato vi salir a dos que se ahorcaron. Uno de ellos se llamaba Judas por lo que pude escuchar.
—¿Pero cómo, por qué llegamos aquí?
—Ojalá lo supiera. Lo único que he descubierto es que estoy muerto y que debo tomar el siguiente viaje. No me importa adonde me lleve.
¿Muerto? , este hombre se ha vuelto loco, pensó.
—¿Cómo sabré que me llaman si no recuerdo mi nombre?
—Supongo que tendremos todas las respuestas cuando llegue el momento.
Al terminar de hablar oyó que su compañero de celda se puso de pie y caminó hacia la entrada, aproximándose a él.
—Me han llamado ¿Lo oíste?
Fue en ese momento, cuando lo tuvo cerca, que se percató que le faltaba la mitad de la cara. El hombre se detuvo, luego lo miró con el único ojo que le quedaba. La sangre, oscura y viscosa goteaba por su mejilla, sin llegar a caer, nunca, por toda la eternidad, parecía haberse detenido allí, como un signo de muerte en la muerte.
—No temas, al final fue decisión tuya estar aquí—le dijo al oído. Luego deslizó una barra de metal que atravesaba la puerta y salió al exterior.
Se quedó solo, observaba por la rendija como la gente subía a otro transporte. Todos en silencio ascendían cuando eran nombrados. Se imaginó el día que fuera su turno.
A veces palpaba su nuca, allí donde se había pegado un tiro, porque eso era lo que pensaba que había pasado, aunque no estaba muy seguro… no estaba seguro de nada. ¿Quién soy?, se preguntaba hasta el cansancio.
Cuando lograba quedarse dormido, un sueño recurrente lo volvía a despertar. En él podía ver a dos personas que parecían uniformadas, un uniforme que no conocía, quemaban su cadáver. De todas maneras, si no habían dicho su nombre, lo más seguro era que ya lo hubieran dejado ahí para siempre. No abandonaría ese lugar, no le importaba quedarse ahí, toda la eternidad. Temía más al lugar a donde se iban todos.
Escuchó más ruidos, gente que hablaba. Cada vez llegaban más y más personas a esa podrida habitación. Algunos se quedaban un rato e intentaban hacerle plática, pero mejor optó por refugiarse en un rincón. Al final siempre se quedaba solo, esperando por algo que no sabía si algún día se cumpliría. Cada hora que pasaba, para él era una tortura que se repetía sin parar, una especie de infierno personal confeccionado a su medida ¿Para qué desperté?, se decía una y otra vez.
Afuera, los camiones atestados de suicidas, salían cada vez con más frecuencia. Pero él permanecía ahí, enclaustrado, sin poder ir a ningún lugar. Ya no podía precisar cuanto tiempo había pasado, ni cuantas personas habían desfilado por esa sala de espera.
Un día, uno cualquiera, uno más, alguien gritó su nombre. Hacía mucho que no lo escuchaba, pero al oírlo lo reconoció y sintió un gran orgullo. Supo por fin quien era, cual había sido su misión en la vida. Dudó por un momento si salir o no, pero se armó de valor.
Se asomó por aquel agujero que había sido la ventana al exterior de ese infierno, el único sitio donde podía respirar sin sentir el hedor de su prisión. La carretera estaba vacía y en el parador reinaba un silencio mortal; no sabía cuánto tiempo había permanecido en ese estado: podrían haber sido años, como segundos, unos segundos dilatados por la duda. No tuvo más remedio que tocar la barra de acero y deslizarla hacia arriba para abrir la puerta. Sintió el frío de la lluvia interminable, el lodo que le llenaba los zapatos, por fin, después de esa larga incertidumbre, sabría su destino.
Se sorprendió cuando al ingresar al autobús tres personas lo saludaban mientras extendían el brazo derecho, pero al verlos, los reconoció de inmediato.
—¿Goebbels? ¿Borman? ¿Eva?
—Mi Fuhrer...
Una gran sonrisa se le dibujó en el rostro.
— ¿Dónde vamos?
Los tres se encogieron de hombros...
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