domingo, enero 16, 2011

El pequeño hombre en el desierto.


Perdí a mi esposa y a mis hijos durante la gran epidemia del 2012. Después de una larga agonía y antes de que sufrieran lo peor de la enfermedad, los maté. Uno por uno, mientras dormían, sedados por mí.
Viví entonces solo, sin nadie con quien hablar en absoluto. Deambulando por la ciudad robé una avioneta de uno de los hangares en el aeropuerto abandonado. Pensé que en otros lugares la epidemia estaría controlada, pero en cualquier parte en donde aterrizaba era la misma escena de desolación…Hasta que sufrí una avería en el desierto del Sahara hace seis años. Algo se había roto en mi motor. Me dispuse a intentar lograr yo solo una reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida o muerte. Apenas tenía agua para beber ocho días y una caja de balas para mi AK-47. Aunque en el desierto era muy difícil que hubiera zombis.

La primera noche me dormí sobre la arena, a mil millas de cualquier lugar habitado o deshabitado. Estaba realmente más aislado que un náufrago sobre una balsa en medio del océano. Se imaginan entonces mi sorpresa, al amanecer, cuando una extraña vocecita me despertó. Decía:

— Por favor... ¡dibújame un cerebro!

— ¡Eh!

— Dibújame un cerebro...

Me paré de un salto, como si hubiera sido alcanzado por un rayo. Me froté bien los ojos. Miré bien. Y vi un extraordinario hombrecito que me examinaba con seriedad, los ojos inyectados de sangre, como todos los infectados, su ropaje sucio y ensangrentado, su espada con sangre fresca. Más allá un camello destazado. He aquí el mejor retrato que pude luego hacer de él.

Pero mi dibujo, sin duda, es mucho menos espeluznante que el modelo. No es mi culpa. Había sido desalentado en mi carrera de pintor por las personas mayores, a la edad de seis años, y no había aprendido a dibujar más que las boas cerradas y las boas abiertas.

Miré entonces esta aparición con los ojos bien abiertos por la sorpresa. No olviden que me encontraba a mil millas de cualquier lugar infectado. Sin embargo mi hombrecito no me parecía ni perdido, ni muerto de cansancio, ni muerto de hambre, ni muerto de sed, ni muerto de miedo. Más bien su cuerpo estaba muerto, pero su hambre por infectar a más, lo mantenía de pie. Cuando logré finalmente hablar, le dije:

— Pero... ¿qué haces acá? ¿Cómo es que puedes hablar?

(Generalmente la enfermedad dejaba inservible al cerebro)

Y entonces me repitió, muy dulcemente, como una cosa muy seria, la voz rasposa, seguramente por las cuerdas vocales supurantes:

— Por favor... dibújame un cerebro...

Cuando el misterio es demasiado impresionante, no es posible desobedecer. Por absurdo que me pareciese a mil millas de todos los lugares y en peligro de muerte, saqué de mi bolsillo una hoja de papel y una pluma. Pero entonces recordé que había estudiado sobre todo geografía, historia, matemática y gramática y le dije al hombrecito (cagándome de miedo) que no sabía dibujar. Me respondió:

— No importa. Dibújame un cerebro.

Como yo nunca había dibujado un cerebro, rehice para él uno de los dos únicos dibujos que sabía: el de la boa cerrada. Y quedé estupefacto al escuchar al hombrecito responderme:

— ¡No! ¡No! No quiero un elefante dentro de una boa. Una boa es muy peligrosa, y un elefante es muy voluminoso. Mi estómago es pequeño. Necesito un cerebro. Dibújame un cerebro.

Entonces dibujé.

Miró con atención, y luego:

— ¡No! Éste está ya muy enfermo. Hazme otro.

Yo dibujé:

Mi amigo sonrió amablemente, con indulgencia:

— Fíjate bien... no es un cerebro, es un intestino grueso. Tiene esas bolas, parece que tiene indigestión...

Rehice entonces nuevamente mi dibujo:

Pero fue rechazado, como los anteriores:

— Este es demasiado viejo. Quiero un cerebro que dure mucho tiempo. Que calme mi hambre. Uno como del tamaño del tuyo.

Acercó su mano putrefacta a la espada y empezó a acercarse más a mí.

Entonces, en mi mente lo último en lo que quería pensar era en desarmar mi motor, lo único que deseaba era salir corriendo de ahí, o por lo menos alcanzar mi arma y volarle la cabeza, garabateé otro dibujo.

Y le espeté:

— Ésta es la caja. El cerebro que quieres está adentro.

Pero me sorprendí mucho al ver que se iluminaba el rostro de mi joven juez:

— ¡Es exactamente así que lo quería! ¿Crees que este cerebro necesite refrigerarse?

— ¿Por qué?

— Porque me gustan frescos...

— Seguramente te alcanzará para varios días Te di un cerebro grande y suculento.

Inclinó la cabeza hacia el dibujo:

— Ni tan suculento... ¡Mira! Se esta empezando a descomponer...

Y cuando examinaba con más detenimiento el dibujo, rodeé la avioneta y alcancé mi arma.

Y fue así como le volé la tapa de los sesos al hombrecito. Lo que me recuerda que jamás debo separarme de mi rifle. Ni por un momento…

Los árboles tienen ojos.


La primera vez que vi al señor de sombrero fue una tarde de verano. El sol en todo lo alto y ni una sola nube en el cielo que se apiadara a cubrir sus rayos. Aquél día era el más caluroso que se hubiera sentido jamás en toda la comarca. Yo estaba frente a la ventana, intentando refrescarme con el poco viento que había. Él, se encontraba sentado bajo un árbol enorme y de grueso tronco que marcaba el inicio del bosque, parecía que estuviera dormido, pero por momentos movía las piernas o los brazos. A esa distancia me era difícil reconocerlo; pero definitivamente nunca lo había visto, el pueblo no era grande, la mayoría nos conocíamos. Quizá solo pasaba por el camino y se había parado a descansar. Después de un largo rato, seguía ahí.

No parecía peligroso, ni sospechoso. No podía verle el rostro pues el sombrero le tapaba la mitad. Lo que más me llamó la atención fue su ropa, parecía anticuada, como en las fotos que tenía la abuela en su viejo álbum.

A pesar de pasarme un buen rato mirándolo, en ningún momento volteó a verme. Por lo regular las personas al sentir que alguien los ve, se vuelve, pero era como si estuviera él ahí, pero su mente en otra parte.

En eso se me acercó mi mamá para averiguar que era lo que observaba con tanta atención.

—¿Pasa algo, hijo?

—No mamá, sólo miro al señor que está bajo el árbol ¿Lo ves?

—¿Y qué es lo que está haciendo? —se asomó a la ventana.

—Nada, creo que está descansando.

Le echó un vistazo de arriba a abajo.

—No parece ser del pueblo, no lo reconozco.

—Con el calor que está haciendo debe estar muriéndose de sed ¿Me das permiso de llevarle un vaso de agua?

—No estoy segura…

—Vamos, mamá, no pasa nada. El señor debe estar cansadísimo.

—Bueno está bien, pero te regresas luego.

—Gracias mami, ahora vuelvo.

—De aquí te estaré viendo.

Corrí a la cocina y serví agua bien fría en el vaso más grande que encontré. Luego con mucho cuidado abrí la puerta y salí al encuentro de aquél hombre extraño. Mi madre desde la puerta observaba muy atenta. Conforme fui acercándome, pude fijarme más en sus rasgos.

—Buenas tardes, señor. Le traigo este vaso de agua.

No me respondió.

—Qué calor hace ¿no cree?

Seguía sin siquiera moverse.

Había algo en el color de su piel; nunca había visto nada parecido. Ahora que me encontraba más cerca pude percibir que era muy semejante al del papel cuando se hace viejo. Supuse que era del tipo de personas que no les gusta platicar, así que después de unos segundos que parecieron eternos le dije:

—Bueno, le dejo aquí el vaso, cuando termine lo deja ahí y yo vendré por él más tarde.

Puse el vaso en el suelo y me di la vuelta, apenas caminé unos pasos cuando escuché.

—Discúlpame, no quise ser grosero. Gracias por el agua, ya no hay personas como tú en estos días.

Su voz era distinta, no sé como describirla, pero me erizó los cabellos de la nuca. Volví a darme la vuelta. Entonces miré sus ojos, no los tenía. Donde debían estar, sólo había un par de agujeros. Lo que pensé que era su sombrero, era un montón de ramas y hojas secas alrededor de su pelo o lo que fuera, pero que asemejaban más a raíces. No sé por qué no corrí o grité, sólo me quedé ahí parado, sin poder decir nada.

Mi madre salió a la puerta. Gritó.

—¿Todo bien?

Quise decir que no, pero mi cabeza se movió de arriba hacia abajo.

—Voy a preparar la comida, no te tardes —dijo y entró de nuevo a la casa.

—Debo decirte que estoy sorprendido, otros en tu lugar habrían pegado la carrera o caído desmayados. Mi aspecto no me ayuda lo sé —dijo. —La verdad es que no suelo aparecerme muy seguido por estos lugares ni de día, mi hogar es el bosque.

Hice un esfuerzo para poder hablar, hasta que por fin pude.

—Pero no tienes ojos —dije o pensé, no lo recuerdo.

—No los necesito, los árboles tienen ojos. Ellos miran por mí.

—¿Los árboles? —miré por todos lados, de pronto el bosque era más denso a mi alrededor, como si estuvieran custodiando al hombre.

—Muchas gracias por el agua niño, lamento el que me hayas descubierto y espero puedas guardar el secreto de lo que has visto.

Enseguida estiró uno de sus brazos para levantar el vaso ¿o debo decir alargó sus ramas?

—De todas maneras no creo que nadie me crea, ni siquiera mi madre —balbuceé.

—Entonces, pasaré de largo tu casa y espero que nuestros caminos no vuelvan a cruzarse.

—Que disfrute su agua, me tengo que ir — y al decir esto corrí hacia la casa.

Sin mirar hacia atrás en ningún momento, entré y subí a mi habitación. Alcancé a escuchar que mi madre me decía algo, pero no recuerdo que fue. Me asomé a la ventana y el hombre ya no estaba. Lo que vi, me desconcertó aún más y no fue hasta más tarde que supe lo que pasó. Un mar de árboles se movía hacia el pueblo, como un tsunami. El lugar donde seguía el vaso y unos minutos atrás había platicado con aquél ser, se encontraba vacío, excepto el árbol enorme que había estado ahí por miles y miles de años. No hacía tanto viento y aún así sus ramas se sacudían. Empecé a sentir como un nudo en el estómago y como se iba acumulando un grito en mi pecho, pero lo contuve. Bajé con mi madre, para mostrarle lo que estaba ocurriendo. Por la prisa pisé mal y caí hacia el frente, me golpeé la cabeza y no supe por cuánto tiempo estuve inconsciente.

Me despertaron unos sacudones, era mi madre. Ya era de noche, no había luz, pero podía ver la sangre que escurría de su rostro. Aún me sentía mareado y como pude logré sentarme.

—¿Pero qué te ha pasado? —le dije mientras revisaba la herida que tenía en la frente.

—Hijo, fue horrible. El bosque… El bosque…

—¿El bosque qué, Mamá? Me estás asustando.

—Se tragó al pueblo. Murieron todos…

—¿Cómo?

—Los árboles tenían ojos, hijo. Los pude ver. Uno de ellos me miró fijamente antes de atacarme. Mataron hasta los niños, Dios mío. Los hacían pedazos con sus ramas.

Y fue lo último que alcanzó a decir. No me había dado cuenta que tenía una estaca clavada en uno de sus costados.

Lo único que se me ocurrió en ese momento fue salir hacia el pueblo, tenía que ver lo que mi madre me había dicho. Pero no pude poner un pie fuera, todo estaba rodeado de árboles que bloqueaban todas las salidas. Ahora fui yo quien vio sus ojos, sus horribles ojos, tan oscuros que parecían tragarse toda la luz del mundo.

De pronto, en medio de ellos, salió el hombre árbol. De su boca colgaba un gran coágulo de sangre y su ropa antigua estaba manchada por todas partes.

—Ellos se lo buscaron, eran una amenaza para el bosque y la comarca —dijo con su voz rasposa.

—¡Pero había niños, mataron a mi madre! —grité e hice un esfuerzo para no irme contra él.

—Ellos tampoco se tentaron el corazón al arrancar de raíz a nuestros retoños y cuando cortaron a pedazos a nuestros más viejos hermanos.

—¡No es justo! El pueblo necesita madera para construir, para hacer leña, para…

—No más, ya no lo permitiremos —me interrumpió. —El gesto que tuviste al ofrecerme agua, te ha salvado. Debes de irte y advertir a los demás de que jamás vuelvan a cruzar esta zona, o tendrán el mismo destino que tuvo tu pueblo.

Y al decir esto se abrieron para darme paso. Se alinearon para formar un camino que fui siguiendo y que me sacaba através de las montañas fuera de la comarca. De tanto en tanto, volteaba hacia los árboles que no dejaban de escrutarme de los pies a la cabeza y de crujir sus ramas. Entonces clavé mi vista al suelo y no la alcé hasta que salió el sol y reconocí que caminaba ya en el territorio de nuestros vecinos.

Conté lo que aquél ser me dijo y lo que los árboles hicieron con todos, por supuesto que no me creyó nadie. Cuando no regresaron los hombres que enviaron a investigar, entonces empezaron a escucharme con más atención y nunca más volvieron ni siquiera a asomarse del otro lado de las montañas.

Y pasaron muchos años para que yo volviera a ver al hombre del sombrero. Hasta el día de hoy, que me he escabullido hasta el gran árbol frente a lo que era mi casa. Parece que le ha gustado quedarse ahí, pues ha echado raíces. Por suerte no hay árboles a su alrededor que le avisen que me acerco con una gran hacha.

He descubierto que la savia es muy parecida a la sangre, brota y bulle como la de cualquiera de nosotros.