viernes, marzo 31, 2006

Nunca Más.


Te veo sentado junto a mí y aún no entiendo como fue que me fijé en ti. No somos el uno para el otro. No puedo creer que hayamos pasado tanto tiempo juntos y que no llegáramos a entendernos. Te sirvo tu copa de vino. No sospechas que será la última vez que nos veamos.
—¿Me puedes decir para qué me hiciste venir?
—Quería estar contigo. Hace varias semanas que no vienes a visitarme.
—Te he dicho mil veces que no siempre puedo venir.
—¿Sólo cuando quieres sexo?
—¿Otra vez? ¿Cuántas veces hemos discutido de lo mismo?
—Ya me cansé de esperarte. Creo que es mejor que dejemos de vernos.
—Sabes muy bien que no es tan fácil terminar la relación con mi esposa.
—No entiendo por qué sigues con ella, si de verdad la aborreces tanto como dices.
—Ya te he dicho que puedo quedarme en la calle si la dejo.
—Pues entonces olvídate de mí para siempre. No estoy dispuesta a seguir. Ya he desperdiciado muchos años de mi vida esperando.
—Sabes que no puedes dejarme. Si lo haces, pierdes todo lo que te he dado.
—No me importa. Ya no me asustas con eso.
—Cálmate mi amor, no hay necesidad de que nos peleemos. Déjame pensar, algo se me va a ocurrir.
—Es inútil. Ya tomé mi decisión. Ya no quiero verte. Tómate tu copa y lárgate.
—¡Pues me largo!

Lo veo tomar su copa de vino de golpe. Se levanta de la mesa. Da unos pasos y se desploma. Veo como se retuerce en el suelo de dolor. Disfruto cada estertor hasta que muere.

El último tren.


Había sido un día muy largo para Ezequiel. Después de una larga jornada de trabajo su recompensa sería pasarla con su esposa y sus hijos todo el fin de semana en un pequeño poblado al pie de las montañas. Ellos se habían adelantado un día antes.
Veía con desesperación su reloj. Faltaban diez minutos para que el tren saliera y el estaba atascado en el tráfico. No llegaría a tiempo.
Cuando llegó a la estación sólo pudo ver como se alejaban los últimos vagones. Tomó su celular y marcó al número de su mujer. No recibió respuesta. Lo más seguro era que su teléfono se hubiera quedado sin carga. Se sentó unos minutos y luego le vino una idea a la cabeza. ¿Y, si se iba en auto? Tardaría más horas pues el camino no era pavimentado, pero al menos estaría con ellos. Les daría una sorpresa.
Regresó a su auto y salió rumbo a la autopista. Como a las dos horas dobló en una desviación que lo conduciría a la montaña. El viaje sería largo y tedioso.
Se había hecho de noche. Para colmo estaba haciendo un frío muy intenso. Iba como a la mitad del trayecto cuando vio a una anciana que le hacía señas para que se detuviera. Disminuyó la velocidad hasta detenerse junto a la viejita.
—Joven ¿Sería tan amable de llevarme al pueblo de San Isidro?
—Claro abuelita, voy en esa dirección. Súbase, no se vaya a congelar.
—Es usted muy amable.
Viajaron en silencio la mayor parte del viaje. Incluso él volteó varias veces a verla pensando que se había quedado dormida. Así transcurrió el tiempo hasta que llegaron al pueblo.
—Ya casi llegamos. ¿La dejo en el centro?
—No es necesario. Yo aquí me bajo.
Ezequiel se detuvo. Estaban como a un kilómetro del pequeño poblado.
—Muchas gracias joven. Que la pase muy bien con su familia. Que bueno que no tomó ese tren.
—Un momento ¿Cómo sabe todo esto?
En un abrir y cerrar de ojos la anciana desapareció. Ezequiel se bajó a buscarla pero no logró localizarla. Se había esfumado.
Cuando llegó al pueblo se encontró con cientos de personas que lloraban. Escuchó el grito de una mujer que lo dejó paralizado. “Se ha descarrilado el tren, se han muerto todos”.

domingo, marzo 05, 2006

Sánchez. Capítulo II.

Eran las dos de la mañana cuando el teniente Sánchez oyó sonar su teléfono celular. Por muchas noches, temió recibir esa llamada, estaba dentro de sus pesadillas. Gritos espeluznantes de mujeres gritando por ayuda.
Atraviesa un bosque a oscuras, no puede ver más allá del alcance de sus manos. A lo lejos gritan su nombre. Cada vez con más fuerza y más cerca. Conforme avanza se hunde en un liquido espeso y caliente. Con cada paso se hunde más y más. El líquido empieza a meterse a su boca, nariz y oídos. Siente el sabor amargo de la sangre en su garganta. Intenta nadar pero es inútil, se ahoga sin poder evitarlo. Despierta bañado en sudor, algunas veces se descubre llorando, otras veces sus propios gritos lo sacan de las profundidades de su sueño.
— ¿Si diga?
— ¡Teniente Sánchez! ¡Tiene que venir! ¡Ha ocurrido otra vez!—se escuchó del otro lado de la línea.
— ¿Dónde ha ocurrido?—preguntó Sanchez—que buscaba la hora en su despertador.
—En la calle 16 cerca de la Iglesia del Sagrado Corazón—era Jiménez, su compañero investigador.
— ¡Voy para allá! Pero dígame Jiménez ¿Cómo saben que es el mismo?
—Teniente, no quiero hablar de esto por teléfono. No creo que exista otro asesino como éste. Es más, no creo que pueda volver a dormir sin tener pesadillas. Venga pronto y prepárese, éste ha sido el peor—y colgó.
Sánchez se quedó acostado por un momento. Trató de convencerse así mismo que no es más que un sueño. Pero estaba equivocado. No era otra de sus pesadillas. Tras colgarse su placa, tomó su pistola que tenía bajo la almohada y se vistió.
José de Jesús Sánchez, hombre mediano de treinta y cuatro años, moreno de cabello rizado y negro, de mirada seria y triste, nació en la ciudad de Teziutlán estado de Puebla, de familia muy humilde. Su padre emigró con toda la familia a la ciudad de México en busca de una mejor vida para sus hijos y esposa, murió asesinado por resistirse a un asalto a la salida de su trabajo.
Sánchez y su madre que lo esperaban a una esquina de su trabajo lo vieron todo. No pudo defenderse. Uno de los asaltantes lo tomó por la espalda, el otro hundió su cuchillo tantas veces que se bañó con su sangre. El dinero no pudieron arrancárselo de sus manos que se aferraron tanto a los pocos billetes que tenía, que fue difícil para los forenses después enderezar sus dedos a su posición natural.
Desde ese día juró que no descansaría hasta encontrar a los asesinos y vengarse, pero no sucedió así. Su madre lo convenció para que estudiara y fuera alguien de provecho. Se dio cuenta que la única manera para sobrevivir en la ciudad era estudiando. Se inscribió en la academia de policía. Desde ahí pensó que algún día se encontraría con los asesinos de su padre y los encarcelaría, algo que no pudo cumplir. En cambio, encarceló a muchos más, se convirtió en el mejor policía investigador del país. Cuando se encontraban con algún crimen difícil de resolver, siempre era a él al que llamaban. Su madre murió sintiéndose orgullosa de su hijo, por lo que con tanto esfuerzo logró, pero se quedó con las ganas de ver a su hijo casado y de ser abuela.
En el camino hacia la escena del crimen, Sánchez hacía un recuento de los asesinatos. El primero fue el de una mujer de veinticinco años. La encontraron en su apartamento. Desnuda, sin cabeza, atada de pies y manos. No fue violada pero le cortaron los pezones y mutilaron sus órganos sexuales. El arma probable, un bisturí. En el lugar no se encontraron huellas dactilares ni signos de pelea. En resumen, ningún rastro, sólo sangre, mucha sangre. Las investigaciones arrojaron la siguiente información: la chica se llamaba Martha Arellano Cruz. No estaba casada ni tenía hijos. En su trabajo nadie supo decir si tenía novio, ni que tuviera parientes en la ciudad. No tenía amigos y según los testimonios de sus compañeros de trabajo, a pesar de ser una mujer atractiva tenía un “no sé qué” que ahuyentaba a los hombres.
—Era mejor no acercarse a ella. Estaba siempre tan ocupada, clavada en su computadora— dijo su compañero—, que se sentaba en el cubículo próximo. Cosa que resultaba bastante rara para su jefe.
El gerente de aquella oficina de seguros declaró que ella siempre estaba atrasada en su trabajo, por lo que sospechaba que se pasaba horas perdiendo el tiempo navegando en la red o en las salas de Chat. Una práctica que no podía erradicar dentro de la empresa, pero de eso nadie estaba seguro.
La cabeza de la infortunada mujer fue hallada después envuelta en una toalla, sin lengua y sin ojos. Fueron unos niños los que la encontraron tan sólo a una calle de donde vivía. En un principio pensaron que era un animal muerto dentro de un basurero.
Sus vecinos tampoco ayudaron mucho, todos declararon que sólo la veían salir y regresar de su trabajo. Nadie la visitaba. La noche del crimen nadie oyó ni vio nada. En su departamento todo estaba en orden ni faltaba nada. Era un crimen perfecto no había ni por donde empezar.
—En cuanto reciba el informe del forense se pondría a investigar más a fondo—pensó. Pero luego vino el segundo asesinato, dos días después.
Ésta vez fue otra mujer. De casi sesenta años, soltera, maestra de profesión, aunque llevaba diez años de jubilarse. Fue encontrada en un basurero dentro de una bolsa. Su cuerpo desnudo se encontró cortado en pedazos. Los brazos, piernas y cabeza fueron separadas del tronco. No hubiera sido posible identificarla de no ser por el anillo de graduación que portaba.
Al igual que Martha, Josefa Martínez del Valle, no era casada ni tenía descendencia, vivía sola en la ciudad. Su vecina contó que nadie la visitaba, excepto su hermana, la cual vivía en Francia, pero que sólo lo hacía cada verano. Jiménez estuvo intentando contactarla sin éxito. Los números telefónicos que se encontraron eran de un hotel y el otro de una casa donde la hermana vivió y ahora nadie sabía de ella, sólo esperaban que en la embajada de México en Francia tuviera más suerte.
— ¿Quién pudo haber hecho esto?—. Se repetía Sánchez una y otra vez. En sus diez años de servicio no había vivido nada así. Éste era sin duda el peor caso.

Sánchez. Capítulo I.

Era una noche oscura, demasiado oscura. Se respiraba un fuerte olor a tierra mojada. Recién había llovido, un fuerte viento comenzaba a soplar. María caminaba sola hacia su casa. A pesar de lo que se leía en los diarios y se escuchaba en la radio no le importó abandonar la avenida principal para tomar un atajo por aquella calle desierta. Tenía prisa por llegar.
—¿Asesino serial en la ciudad? Eso sólo pasa en las películas—pensó. Ya no saben que decir en las noticias ¿No caminar sola por las calles? ¡Por favor!
Ella resolvió ir sola por aquella calle para llegar más rápido a su departamento. A lo lejos podía verse la vieja iglesia donde asistía todos los domingos. Recordó los sermones del Padre Vicente. Los últimos estuvieron cargados de una pasión desbordada. “El Apocalipsis estaba próximo” gritó a todo pulmón. Todos se quedaron viendo unos a otros confundidos. Borró todas esas imágenes y en su lugar apareció ella misma, tomando un baño caliente para después irse a su cama. El día había sido muy agotador. Sólo deseaba descansar.
— ¡Pobres mujeres!—pensó.
Nadie sabía como se llamaban las víctimas, la policía como siempre, ocultaba la información.
—Asesinatos siempre han existido en ésta ciudad, —se dijo así misma—pero hablar de que andaba un asesino en serie suelto en la ciudad le parecía un chiste de mal gusto.
Caminó más de prisa. Cuando saltaba los charcos de agua se veía reflejada en ellos. A lo lejos pudo ver las estrellas que intentaban rasgar las nubes negras con su brillo.
Estaba a tres pasos de la esquina cuando, de pronto, sintió un fuerte golpe en la cabeza. Un chorro caliente de sangre escurrió hacia sus ojos y boca. Volteó hacia atrás pero no pudo ver quien la atacaba. Quiso correr pero pisó mal y resbaló. El piso estaba muy mojado. Entonces gritó pidiendo ayuda, aunque sabia que nadie la podía oír.
— ¡Dios, Ayuda!
Se encontraba boca arriba, indefensa, cegada por la sangre. A merced de quien la estuviera atacando. Quiso ponerse de pie, pero una fuerte patada en la cara la regresó al suelo. Se arrastró como pudo tratando de alejarse. Se puso de pie apoyándose en una pared pintarrajeada de propaganda política.
Estaba desorientada, no sabía hacia donde correr. Entonces fue cuando sintió una punzada en la boca del estómago que poco a poco subió hasta su pecho. Un rayo iluminó el cielo en ese momento. El ruido del trueno opacó al de la carne que se desgarraba. Sintió un dolor insoportable. Estuvo a punto de desmayarse.
Apartó de sus ojos la sangre que le escurría. Entonces pudo ver a su agresor que en una mano sostenía un bisturí y en la otra lo que parecían ser sus intestinos. Escuchó la risa de su atacante. Era una risa infantil pero a la vez diabólica. Vio que su gesto era de satisfacción.
Pero la obra del asesino aún no estaba terminada. Faltaban unos cuantos detalles nada más. Abrió una pequeña maleta. El brillo de la luna se refleja en el metal.
Los charcos a su alrededor ya no eran de agua, ni reflejaban a las estrellas. Sangre corría entre las piedras. El único sonido de la noche era los aullidos de los perros. Anunciaban la llegada de la muerte.

Sánchez (Nóvela por entregas)

Empezaré una novela que iré subiendo capítulo por capítulo. Espero les agrade. Aún no tengo un título. Le pondré por el momento el nombre del personaje principal.