miércoles, diciembre 13, 2006

Minirelato publicado.

Se me olvidaba comentar que me publicaron en Axxón un minirelato. La serie se llamó 100 x 100 y era escribir acerca de monstruos. El mio es el número 39 y se titula "Noche de bodas". Lo pueden encontrar aquí . De paso leen los demás noventa y nueve relatos, todos excelentes.

miércoles, noviembre 15, 2006

Misericordia.


Se escuchan los primeros cantos, fuertes, pero que parecen acariciar al oído. Cada rincón de la gran capilla, se llena de la hermosa melodía. Enseguida, la voz del "castrati" se alza con tal maestría que conmueve -algunos hasta las lágrimas- , a toda la asistencia.”Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia, conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeldías".
Luego, los altos, barítonos y bajos se unen formando un sonido polifónico, hipnotizante, armonizando en perfecta sincronía. Cuando David, escribió los versos del Salmo cincuenta y uno, jamás imaginó de que algún día serían interpretados con tanta excelsitud. El sacristán apaga la primera vela. Poco a poco, el lugar quedará a oscuras.
Es Miércoles Santo , mejor conocido como "De tinieblas". La misa es oficiada por Su Santidad el Papa Clemente XIV; la sublime representación es "Misere" de Gregorio Allegri. No cualquier mortal puede tener el privilegio de escuchar tan bella obra. Sus partituras, son celosamente guardadas en los archivos vaticanos, así ha sido por más de un siglo. Si alguien quiere escucharla, tiene que esperar que sea Semana Santa y viajar a Roma. No hay otra manera. Quien se atreviera a difundirlas, corría el riesgo de ser excomulgado.
En primera fila se encuentran sentados totalmente absortos, un joven y su padre. Han hecho un largo viaje para presenciar y vivir ese momento.
Más velas se apagan, el padre mira hacia arriba, la majestuosidad de las obras de Miguel Ángel y los cantos compuestos por Allegri parecen fusionarse en cada compás. A un lado, su hijo luce ensimismado ante la belleza auditiva. Con la barbilla pegada al pecho, parece rezar sus plegarias al Señor. No voltea a mirar a su padre, él lo deja de observar para seguir deleitándose con las voces. Otra vela más se extingue, queda una sola. Es el momento del clímax. Su Santidad, se postra ante el crucifijo. El maestro de capilla, dirige a los cantores para que vayan más lento y quedo. Se apaga la última vela y entonces todo es oscuridad. Se escuchan los retumbidos de las bancas. Todos golpean con los misales para simular el temblor de tierra. La misa ha terminado. Es una verdadera lástima que seamos tan pocos los que tienen la dicha, piensa el padre. Si la iglesia no fuera tan cerrada en ese aspecto.
-¿Te ha gustado hijo?
-Es la pieza musical más bella que he escuchado ¿Sabes quién la escribió?
-Gregorio Allegri, hace más de un siglo.
-Pues han sido los diez minutos más grandiosos que se han escrito.
-Tan grandes que la iglesia ha prohibido difundir la obra.
-¿Quieres decir que no todos conocen el "Miserere"?
-Así es hijo, somos privilegiados.
-Pues, muy pronto se acabará el secreto.
-¿Qué dices?
-No te preocupes. Ya lo verás.
Por la noche, ya instalados en su hotel, el joven se encontraba sobre su cama, a la luz de las velas, escribiendo con gran concentración. A su padre no le pareció nada raro, debe estar trabajando en una nueva obra, pensó. Su hijo, a pesar de su corta edad, tenía ya tres operas escritas. Era un verdadero prodigio. Después de darle las buenas noches, se acostó a dormir.
-¡Padre, despierta!
-¿Qué pasa?
-Disculpa que te haya levantado, pero hay algo que tengo que mostrarte.
-¿Qué es tan importante, para que me levantes a mitad de la noche?
-Su hijo le puso en las manos, un papel hecho rollo.
-¿Qué es esto?
-Vamos, revísalo. Te va a gustar.
Su padre, con los ojos casi cerrados, empezó a leer. Eran unas partituras. Estaba acostumbrado a la magnífica forma de escribir de su hijo, pero esta vez, quedó anonadado Era la pieza completa de el "Miserere", con sus nueve voces, con los tiempos y arreglos indicados con gran precisión, incluyendo todas las armonizaciones.
-Hijo, esto es casi perfecto.
-Lo sé. Me faltan corregir varias partes, pero necesito que me lleves a escucharlo de nuevo.
-El Viernes Santo habrá otra presentación, podemos asistir, pero debes ser cuidadoso. Si llegaran a descubrirte, estaremos en graves aprietos.
-No te preocupes, tengo un plan.
-Bueno, a dormir. Mañana hay que buscar a tu nuevo maestro.
El día de Viernes Santo se volvieron a presentar a la capilla. El joven llevaba oculto en su sombrero la copia que revisaría. Cuando la obra empezó a ejecutarse, lo puso en sus manos como si estuviera orando, en realidad corregía sus escritos. En efecto, había unos cuantos errores. Hace los cambios necesarios y al finalizar la misa, lo entrega a su padre, quien lo abraza orgulloso. La felicidad no le cabía en el pecho.
Pasaron semanas. el joven empieza a hacerse famoso en Roma por ser un virtuoso a su corta edad. Una tarde, ofreció un concierto ante una gran concurrencia. Interpretó el "Miserere" mientras tocaba el clave. La gente boquiabierta no creían lo que estaban escuchando. Dentro del público, se encontraba "el castrati" Christofori, que lo había cantado en la Capilla Sixtina y estaba más sorprendido que cualquiera en la sala.
Dos días más tarde, continuaron su viaje hacia el sur hasta llegar a Nápoles. Dio varios conciertos más donde deleitó con su música a propios y extraños, y luego, semanas más tarde, regresaron a Roma.
El Papa Clemente XIV fue notificado de la presencia del joven. Ya estaba enterado de su interpretación del "Miserere", por lo que lo hizo llamar para recibirlo en audiencia.
Cuando padre e hijo, recibieron la noticia, se imaginaron lo peor. Sabían que iban a pagar muy caro el atrevimiento. No hablaron en todo el trayecto hacia el Vaticano. Con caras largas, entraron al salón de audiencias donde ya los esperaban.
-¿Con que éste es el joven virtuoso que tuvo la osadía de robarse el Miserere? -dijo el Papa con tono severo.
-Así es su Santidad, he sido yo -se hincó el joven en señal de respeto.
-¿Sabes cuál es el castigo para ese acto, jovencito?
-Si, y lo tengo muy merecido, por lo que lo acepto humildemente. Pero lo hice por una causa noble, yo sólo quería que tan hermosa pieza estuviera al alcance de todas la personas, no lo hice para me beneficio.
-Se había mantenido el secreto por más de un siglo ¿Cómo es que un jovenzuelo como usted pudo robarse lo que con tanto celo ocultábamos?
-No quiero pecar de soberbia, pero en realidad fue muy fácil.
-¿Fácil? Exijo que se explique, joven.
-El Miércoles de Tinieblas, mientras se cantaba la pieza, la fui memorizando. Cuando volví a mi habitación la pasé a papel, después sólo tuve que hacerle unas cuantas correcciones, el Viernes Santo, que la volví a escuchar.
-¿Cuál es su nombre jovencito?
-Wolfang Amadeus Mozart.
El Papa se quedó pensativo por un momento. Su rostro severo fue desapareciendo para que luego se le formara una enorme sonrisa.
-Mire joven Mozart, usted ha cometido un grave pecado al robarse algo que le pertenece a la Santa Iglesia Católica, pero no deja de admirarme su increíble talento y virtuosismo del que tanto se habla en Roma. Por ésta ocasión, y por que actuó de buen corazón, perdonaré su osadía con la condición de que usted se ocupe de difundir la obra por todo el mundo.
-Así lo haré, Santo Padre.
-Y no sólo eso. Además lo ordenaré caballero.
El padre de Mozart que miraba la escena no pudo contener las lágrimas de la emoción. Sabía que su hijo estaba escribiendo una página importante en la historia. Y no estaba equivocado. Aunque sería más recordado por sus propias obras, también por ser la única persona que tuvo misericordia del "Miserere" de Gregorio Allegri.

Cuento Finalista.


Estoy muy contento. Fui elegido finalista en el concurso "Historias de la Historia" Constantí 2006 en España. El cuento será publicado en una antología por "Silva Editorial", con los demás finalistas. La verdad me siento como si hubiera sido el ganador. El relato estuvo inspirado en un zapping publicado en Axxón por Marcelo Santos. El relato se titula "Misericordia".

lunes, noviembre 13, 2006

Sánchez. Capítulo V.


Jiménez paró de golpe frente a la jefatura, un edificio viejo de estilo colonial, en la entrada estaba colocada la clásica estatua de Benito Juárez con una placa que contenía la trillada frase,”Entre las naciones como entre las personas, el derecho al respeto ajeno es la paz”.
—Pues aquí lo dejo Teniente, voy a buscar la computadora y luego al laboratorio a llevar esas fibras, lo veo más tarde —dijo poniéndose sus lentes oscuros.
—Gracias, yo tengo que ver esos resultados y luego ir a ver al cura ¿Mi auto lo trajeron para acá? —dijo cerrando la puerta.
—No se te olvide la lista de los médicos.
—Claro que no, su auto debe de estar en el estacionamiento de la planta baja — dijo Jiménez, luego arrancó a toda velocidad.
Sánchez entró en la Jefatura, como siempre mucha gente en el lugar, una larga fila en el departamento de robos y otra más, por desgracia, en la de delitos sexuales, sabía que ni el 10% de esos delitos se iba a resolver y un nudo se le hizo en la garganta.
—Espero que mi caso no sea de los desafortunados —pensó, mientras subía los escalones que lo llevarían a su oficina.
Al final de la escalera, estaban las oficinas de los detectives del departamento de homicidios, las oficinas administrativas y las del Procurador de Justicia de la ciudad. Caminó hacia la suya cerca del final del pasillo, estaba a punto de abrir la puerta cuando oyó un grito a sus espaldas.
— ¡Sánchez! ¡Lo quiero ver en mi oficina, pero ya! Era el procurador Gallardo que lo llamaba. Ya se imaginaba para qué lo quería y por qué sonaba tan enojado.
Sánchez dio vuelta y se apresuró, apenas cruzó la puerta sintió una fuerte tensión en el ambiente.
—Sánchez, cierre esa puerta —dijo el procurador con tono serio— . Lo he visto en la mañana en las noticias y por lo que pude ver el asunto es grave ¿verdad?
—Pues la cosa esta así, Señor Procurador, tenemos un asesino en serie, lo más seguro es que vuelva a asesinar. Anoche me topé con él y la verdad no sé como sigo vivo, creo que quiere jugar conmigo, pienso que me dio por muerto.
—Si, es verdad, supe que lo hirieron y me alegra verlo bien —dijo el Procurador que en ese momento descolgaba su teléfono.
—Pero necesito dar un informe a la prensa que me esta presionando y no sé que carajos les voy a informar —dijo el Procurador con el auricular en la mano, mientras marcaba.
—Dígales que la investigación sigue su curso, la vigilancia será reforzada y que la gente esté alerta, se debe evitar salir sola por las noches, sobre todo las mujeres. Es lo único que se me ocurre por ahora, lo que se ha estado diciendo, como quiera no tengo nada concreto aún — dijo Sánchez pensativo.
—¿Si bueno? ¿La redacción de TV Azteca?, habla el procurador, es con respecto a los últimos acontecimientos.
Sánchez no se quedó a ver que el procurador terminara la llamada, se levantó y con señas se despidió de él, necesitaba llegar a su oficina y echarle un ojo a los resultados de las autopsias.
Sobre el escritorio se encontraban dos carpetas gruesas color beige, con sólo mirarlas Sánchez se dio cuenta que esto le tomaría bastante tiempo, por lo que se paró a buscar un café. Ya no escuchó al procurador, para colmo la cafetera no calentaba bien.
“¡Esto sabe a mierda!”, dijo y lo volvió a echar a la jarra.
Ya de regreso a su escritorio abrió la primera carpeta, Martha Arellano Cruz, soltera de 25 años decapitada, pezones y clítoris cercenados, posible arma un bisturí. Causa de muerte: hemorragia masiva. Había sido decapitada después de muerta, por lo que el asesino esperó bastante tiempo antes de que se desangrara por completo disfrutando su sufrimiento, ningún rastro de violación, ni de que haya peleado por su vida, lo más probable era que conocía al agresor o la tomó por sorpresa, durmiendo.
Se quedó viendo las fotografías del lugar de los hechos, manchas de sangre y fluidos por toda la cama. Los acercamientos de la cabeza putrefacta hallada después sin la lengua y con los orificios donde deberían estar sus ojos ahora se encontraban llenos de lo que parecía ser pus o gusanos. Se sentía asqueado y a la vez impotente por no poder atrapar al psicópata responsable de estos ataques, y lo peor de todo, sabía que mataría otra vez.
Sánchez revisó el caso de la segunda victima, la misma situación, ninguna evidencia, ningún móvil, ninguna relación aparente entre las victimas, no se conocían, una vivía al norte de la ciudad y la otra en el oeste, en lo único en que se parecían era que las dos eran solteras, sin hijos y vivían solas, en eso se parecían también a la tercera victima.
Sánchez recordó el asunto de las computadoras, la tercera victima tenía una, así como la segunda, la primera no tenia en su casa pero en su trabajo perdía mucho tiempo en ella y sea lo que fuera lo que hubiera en los discos el asesino estaba tratando de deshacerse de ellos. Sánchez se sentía cerca del criminal, sólo había que revisar el disco duro de la computadora de la segunda victima y entonces lo tendría.
Sanchez dejó las fotos de los brazos y las piernas desmembrados de la segunda victima sobre su escritorio y se dispuso a salir. “Tengo que ir a ver a ese cura”, se dijo.
Bajó casi volando las escaleras y se dirigió al estacionamiento que se encontraba en el sótano del edificio, Por algún motivo el alumbrado fallaba, algunas lámparas parpadeaban y otras no encendían.
—¡Y ahora donde carajos quedó mi auto! —gritó.
Escuchó el eco de su grito rebotar en el lugar, había más silencio que en un cementerio. Caminó hacia la parte trasera en busca del auto, sus pasos se escuchaban por todo el estacionamiento, pero de pronto escuchó más pasos detrás de él. Volteó, pero no vio a nadie.
—¿Hay alguien ahí? — volvió a gritar.
Siguió caminando, ahora un poco más rápido, hasta que pudo ver su auto al fondo. Detrás de él, alguien se acercaba. Buscó las llaves dentro de los bolsillos del pantalón, las sacó de inmediato y corrió hacia su auto sin voltear. Abrió la puerta y cerró con fuerza. El motor no arrancó enseguida, al siguiente intento, el motor encendió dando un rugido que retumbó en todo el lugar. Encendió las luces y el lugar se iluminó casi por completo.
Miraba atento para ver quien lo seguía, pero no vio a nadie. Puso a andar su auto y se dirigió a la salida. Por el espejo retrovisor le pareció ver una sombra y frenó de golpe, su corazón le latía a mil por hora. Salió del auto y desenfundó su pistola.
— ¡Alto ahí o le vuelo la cabeza! —gritó —apuntó a la oscuridad, pero de nuevo no halló a nadie. Sólo alcanzaba a escuchar sus propios latidos y el ruido del motor.
Se quedó parado por un momento, respiraba con dificultad. Hasta que pudo recuperar el aliento guardó el arma.
“Debo de estar quedando loco”, pensó cuando subía al auto y arrancaba de nuevo.
Mientras, en la oscuridad se deslizaba una sombra dentro de otro auto y después de un rato también abandonó el lugar.
El camino hacia la iglesia no era muy largo, pero con el tráfico de la ciudad por lo menos tardaría quince minutos. Encendió la radio y buscó alguna estación que le agradara, después de sintonizar dos estaciones, una de música clásica y otra de música electrónica, decidió apagarla mejor. Abrió la guantera y sacó una cinta con una etiqueta que decía “METAL DE LOS OCHENTAS” y lo puso a tocar.
“¡Esta si es música!”, dijo y le subió el volumen.
La Iglesia del Sagrado Corazón, le traía malos recuerdos, aún recordaba que de niño y aún a principios de su adolescencia, su madre lo obligaba asistir a misa. Como aborrecía la confesión, pero lo que más odiaba era el lugar en si, la iglesia era viejísima, a la hora que fuera, lucía muy oscura. Al final cerca del altar se hallaba un féretro de cristal, donde yacía un Cristo de tamaño natural, ensangrentado, con una corona de espinas real que durante las fiestas del patrono de la ciudad sacaban para pasearlo por las calles. La gente se arremolinaba para poder besarlo o tocarlo, gente venía de lugares muy lejanos para poder tener esa dicha, para obtener un milagro.
El Padre Vicente tenía en esa iglesia, por lo menos treinta años y tampoco le traía buenos recuerdos, de aspecto rudo y carácter fuerte el sacerdote era respetado por toda la ciudad. Tenía fama de muy caritativo, de ser un trabajador incansable. Era muy querido y solicitado. Sobre todo por las mujeres que lo encontraban atractivo. A pesar de sus sesenta años lucía fuerte y eso se lo debía al gusto por el ejercicio. Pero siempre le tuvo miedo y nunca le perdonó el que lo obligara a besar al Cristo ensangrentado, que parecía tan real que todavía se le aparecía en sus pesadillas.
Se encontraba en medio de toda esa gente que lo empujaba y apretaba, sentía que se asfixiaba, gritaba pidiendo ayuda; volteaba a ver hacia el Cristo que lo miraba y luego le tendía su mano ensangrentada, pero las personas lo seguían apretando hasta que no podía más y lo soltaba. Despertaba gritando o llorando.
“Era como besar a un muerto”, le contó alguna vez a su madre.
Por fin llegó a la iglesia y se estacionó cerca del enorme atrio. La puerta de madera era grandísima, reforzada con adornos de hierro. A Sánchez le parecía más bien que era la entrada de una prisión medieval. Dio un paso hacia adentro y de inmediato se oscureció. Miles de velas a los pies de las imágenes sagradas del lugar, eran la única iluminación. El olor a viejo le llenó las fosas nasales y no evitó estornudar.
Sin querer apagó unas velas que apenas si iluminaban a San Judas Tadeo y el eco de su estornudo se escuchó hasta el ultimo rincón. Recordó los días que iba a pedirle que lo ayudara a encontrar al asesino de su padre, aunque después le agradeció que no lo hubiera hecho. Casi al fondo, unas señoras vestidas de negro hacían fila para confesarse y hasta el final estaba la puerta que conducía a las oficinas del Padre Vicente.
Al lado de la puerta se hallaba sobre un altar, el féretro del Cristo que tanto miedo le daba en su niñez. Las escaleras estaban forradas con alfombra color rojo. En cada esquina había un florero, con tantas flores que mezcladas con el olor a humedad podían olerse hasta la entrada. Dos grandes velas eléctricas iluminaban el rostro ensangrentado, sintió como se erizaba el pelo de su nuca.
Caminó hasta la oficina, llamó tres veces y esperó a que le contestaran, no escuchó ninguna respuesta. Volvió a llamar, esta vez con mayor fuerza.
—Padre, soy el Teniente Sanchez, vengo a hablar con usted— gritó.
Un silencio sepulcral inundó la iglesia, todos voltearon a ver a Sánchez que tenía el puño levantado para volver a tocar la puerta.
—¿Alguien sabe si se encuentra el Padre Vicente? —le dijo a la gente que lo miraba con temor.
Pero nadie contestó, sólo una mujer asintió con la cabeza por lo que volvió a tocar, otra vez no obtuvo respuesta. Se alejó un poco y con todas sus fuerzas pateó la puerta para abrirla. El Padre Vicente si se encontraba en su oficina, pero no estaba vivo.

domingo, noviembre 05, 2006

La Criatura (Escrita a cuatro manos con mi hijo Erath Juárez Estrella)


Cuando le atravesó el corazón con sus propias manos, sintió el calor de su sangre que salió a borbotones. Bebió hasta que no quedó ni una sola gota . Se sentía embriagado de tanto beber que le dolía la cabeza.
***
Al salir de casa acompañado de Amanda, sentió una punzada en el corazón, fue una sensación de preocupación, de advertencia, que no tenia que salir para hacer ese viaje, pero al final, el deseo de pasar unos días con su novia, pudo más que esa sensación.
Era miércoles por la tarde, casi las cinco de la tarde, un día nublado y frío. Había tal soledad en la carretera, que podía oirse hasta el canto de las aves. No había nada interesante a los alrededores, solo kilómetros y más kilómetros de asfalto.
—¿Cuánto falta? —dijo Samuel.
—Ya falta poco —contestó Amanda— , aunque sabía que faltaban por lo menos cinco horas— tu sigue por este camino, yo te aviso cuando estemos cerca.
Después de un rato, Samuel vió en el camino algo que lo dejó intrigado. Era una camioneta que se había volcado, al lado de ella, habían dos cuerpos. Uno a simple vista sin vida y el otro con la ropa llena de sangre. La persona agitaba los brazos desesperado, como pidiendo auxilio. Samuel bajó lo más rápido que pudo para auxiliarlo. Al acercarse, se dio cuenta de que el cuerpo del hombre, parecía estar desgarrado y lleno de cicatrices en la cara. Sus uñas largas y filosas, tenían pedazos de carne colgándole. Samuel gritó, no podía creer lo que veía. Se quedó parado unos segundos sin saber que hacer, entonces la “criatura” reaccionó y le dio un zarpazo que le rasgó el pecho. La sangre emanó con fuerza, manchándole su playera. Como pudo, a rastras regresó al auto.
—¿Qué te pasó? —gritó Amanda.
Samuel no podía articular ni una palabra, trató de arrancar el coche, pero este no respondía. No podía creer, que después de todo lo que había recorrido, en el momento que más lo necesitaba, estaba descompuesto. Después de varios intentos infructuosos, el auto no encendió. Amanda gritaba desesperada.
—¡Cálmate! — gritó Samuel, pero ella no lo escuchaba.
El sonido que hacía la “criatura” con las uñas al rasgar la puerta, casi los deja sordos. Samuel comprendió entonces, que si lograba desprender la puerta, los mataría. Pero Amanda era lo que más le importaba en la vida, así que la defendería.
—¡Sal del auto! —gritó Samuel— ¡Corre!
Ella salió lo más rápido que pudo y se adentró en el bosque. Samuel confiaba en que encontraría el pueblo a donde se dirigían y buscaría ayuda. Mientras la observaba alejarse, la “criatura” arrancó la puerta. Samuel, supo que moriría, sólo era cuestión de segundos. Sintió como lo sacaban del automóvil y empezaban a cortarle el cuerpo. Le atravezaron el corazón. Lo único que pudo hacer, fue ver como bebían su sangre.
***
Por fin saciado, siguió los rastros que dejó Amanda. Corrió entre los árboles, perseguía el aroma de la muchacha. Los arbustos rasgaron su piel, pero no sentía dolor alguno. Ella estaba cerca, lo percibía en el aire. Cruzó un pequeño arroyo y halló unas huellas. Siguió hasta llegar a un claro en el bosque, donde estaba esperándolo.
—¿Por qué tardaste tanto? —dijo Amanda.
—No pensé que se defendiera tanto —sonrió burlón.
—A la próxima, tu me traes a la presa y yo la cazo —le susurró al oído y le lamió los restos de sangre salpicados en la mejilla.

Cuento Publicado.

En esta ocasión me publicaron "La cueva". Fue en el Portal de Forjadores junto a otros autores, en una muy bella antología que recomiendo a todos.

Lo pueden encontrar aqui: http://www.forjadores.net

domingo, octubre 01, 2006

Nuevo cuento publicado.

Me acaban de publicar un nuevo cuento. Se llama "Descepciones". Nuevamente en NGC3660.

Tengo un poco mas de un año escribiendo y me llena de alegría los logros que he alcanzado. Mi meta es seguir escribiendo, quizá en un futuro lejano, ganar un concurso. Por lo pronto a seguir aprendiendo.

Les dejo el link para que lean el cuento. Un poco de terror y CF en la época de los piratas. Un poco influenciado por "The mummy", espero lo disfruten.

Decepciones por Erath J.H.

domingo, septiembre 24, 2006

Niña de mis ojos.



I
Pascual respiró hondo después de recorrer y perderse en aquel laberinto de calles y un mar de gente. Por fin ante sus ojos, estaba el lugar donde mes con mes tenía su cita con la “Niña de sus ojos”. Esta vez no venía a pedirle su protección, si no a rogarle por su vida.
El peligroso barrio de Tepito. Muy pocos valientes se adentran en sus calles. Ahí, donde lo legal e ilegal convive día tras día, pero que en cada inicio de mes, se abre una tregua entre los cárteles de droga y las bandas armadas. Era un día muy concurrido, se celebraba la misa en honor a la Santa Muerte.
Pascual entró al lugar, caminando como si se dirigiera al patíbulo. Una nube de incienso y de fumarolas inundó sus fosas nasales. Percibe en el ambiente el olor característico de la marihuana. Desliza la mano dentro de su bolsillo y siente los cigarrillos que había preparado para la ocasión. Uno para él y otro para la Niña Blanca.
El ambiente era de fiesta. Había atole y comida para los asistentes. El mariachi no paraba de rasgar las cuerdas de la guitarra. Al fondo se encontraba el altar de la Señora atestado de regalos y ofrendas. Pascual se hincó delante de él y miró hacia las cuencas vacías de la protectora. Su maléfica sonrisa—que a cualquiera le inspiraría terror—, a él le parecía lo más hermoso del mundo. Su mandíbula entreabierta parecía decirle “Se bienvenido hijo mío”.
Muerte querida de mi corazón, no me desampares de tu protección, empezó a rezar Pascual.
Parecía estar en trance, con la mirada fija en la Santa Muerte. Se puso de pie y le colocó el cigarrillo de marihuana que con tanta devoción había preparado y lo encendió. Miró como danzaba el humo entre la cabellera de la peluca natural de la efigie. Sus pensamientos ahora se remontaban a la noche anterior, cuando había hecho su último trabajo.
II
Al tomar la fotografía de la que sería su siguiente blanco, estuvo a punto de echarse para atrás. Nunca había asesinado a una mujer y menos así de bella. Estuvo mirándola por largo rato. Su contratante, un señor bien vestido con remarcable sobrepeso, lo miraba ansioso esperando una respuesta. Era Pedro Méndez, comerciante de ropa china de contrabando y traficante de drogas.
—¿Qué pasó Pascual, la conoces?—preguntó sonriente.
—No, nunca la había visto.
—¿No quieres el trabajo?
—Mire Don, yo nunca me he detenido para matar a nadie, pero es que hasta ahora no me he quebrado a nadie así de buena—contestó.
—No te dejes llevar por las apariencias Pascualito. Esta mujer que parece un angelito, es el mismísimo demonio. Si te he encargado que seas tú quien la mate es por que sé que no te andas con miramientos. Supe que mataste a tu propio padre ¿O no es así?
—No me mencione a ese hijo de puta, ese pedazo de mierda se lo merecía—dijo molesto— ¿Qué le hizo este culito que la quiere matar?—añadió Pascual sin dejar de ver la fotografía.
—¿Desde cuándo te interesas en tus victimas?—dijo enojado su contratante— Si no quieres hacer el trabajo dímelo. Aunque estoy dispuesto a pagarte el doble de lo que cobras.
Pascual se quedó mirando a la muchacha unos segundos más, grabó en su mente cada detalle. Le regresó la fotografía al gordo que lo miraba con ansiedad. Se quedó callado y después con una gran sonrisa en los labios le dijo.
—Órale, sólo por que me cae bien gordito, dígame ¿Dónde encuentro a esa muñeca?
—A ella la encuentras trabajando en uno de los “table dance” de la Zona Rosa ¿Conoces el Bar “Katmandú”?
—No ni madres. Esos lugares los conozco sólo de pasadita. Veré cómo le hago. Necesito que me dé la mitad de la lana ahora. Esa morrita merece un trabajo especial. Por primera vez usaré pistola, pero necesito comprarme una—dijo Pascual.
A Don Pedro le pareció bastante extraño, pero no dijo nada. Sacó de su cartera y le dio un fajo de billetes de quinientos pesos. Pascual casi le arranca los billetes, salió corriendo como alma que lleva el diablo. Lo vio alejarse, estaba seguro que no le fallaría.
III
Pascual era conocido por nunca haber usado una bala para matar a sus victimas. Sólo le bastaban su cuchillo y las manos. Era rápido y certero como un águila. Prefería acuchillarlos en los pulmones y verlos morir poco a poco. “Nos vemos en el infierno” les susurraba al oído mientras agonizaban.
A pesar de no tener mucho tiempo en el oficio, su reputación como asesino a sueldo subía como la espuma. Gracias a que él mismo, eliminó a la poca competencia que tenía, ganó tantos clientes que muchas veces tenía que hacer más de dos trabajos por noche.
Asesinos de su clase eran pocos, de hecho pertenecía a una nueva generación de matones. Protectores de importantes capos de la droga. Él empezó a trabajar por su cuenta desde que acribillaron a su “jefe” durante un cateo policiaco.
***
El que fuera su patrón, o su “descubridor”, lo halló en medio de un charco de sangre mientras acuchillaba a un hombre que resultó ser su padre. Lo llevó a trabajar con él, le enseñó el difícil arte de matar. Pascual se convirtió en su guardaespaldas, aunque él lo veía más como a un padre que como a un patrón.
IV
Ya entrada la noche Pascual abordó el metro que lo llevaría al otro lado de la ciudad. El vagón, estaba semivacío. Una parejita al final y una monja que no lo dejaba de mirar eran los únicos viajeros. Se sentó cerca de la puerta. Sintió la pistola que llevaba ajustada bajo su axila. Conseguirla no fue ningún problema, se la compró a un ex policía que vivía cerca de su casa.
Tardaría por lo menos treinta minutos en llegar a su destino. Sacó el dije de oro con la figura de la Muerte que colgaba de su cuello y lo besó. Cerró los ojos e intentó dormirse por un rato, No dejes que falle mi niña, pensó.
Las imágenes de su padre golpeando a su madre y después abusando sexualmente de él se confunden con las escenas de sus crímenes. Caras de terror, cuerpos sangrantes, niños que lloran por sus padres. Veía siempre a la “Niña Blanca” llevándose a su madre de la mano. El intenta arrebatársela, pero la muerte la sujeta con fuerza, voltea mostrándole sus dientes blancos y con un movimiento rápido le lanza una mordida hacia el cuello.
Despertó gritando, bañado en sudor. La monja lo sujetaba de los hombros. Pascual, por un instante vio en ella el rostro de la Muerte burlándose de él.
— ¿Te encuentras bien hijo?—preguntó con aire alarmado, pero al ver la muerte de oro que brillaba en su pecho lo soltó de inmediato, santiguándose.
— ¡No me toque!—gritó Pascual con el rostro temeroso.
Empujó a la confundida religiosa que cayó de bruces al suelo del vagón. El metro se detuvo por completo. Pascual, corrió hacia las escaleras que desembocaban a la calle, no hizo caso de los gritos de la religiosa. Cuando estuvo lo más lejos posible de la estación, Pascual se detuvo a descansar. Por suerte se había bajado cerca de la parada.
Cruzó un parque abandonado. De reojo vio a varios jóvenes que se drogaban con solventes. Sólo la luz de la luna iluminaba el triste lugar. Vio unos columpios y resbaladillas llenos de óxido. No resistió las ganas de columpiarse por unos minutos. Sacó la pistola para afinar los últimos detalles. Que nunca hubiera matado con una pistola no significaba que no supiera usarla. Fue en ese momento, que decidió que sería su último trabajo. Se iría muy lejos e intentaría hacer una vida normal. Quizá y hasta formaría una familia.
V
Se bajó del columpio y emprendió el camino que le quedaba para llegar al tugurio. Sabía que iba ser difícil entrar por la puerta principal. Corriendo se internó en la parte posterior del bar y encontró la puerta de servicio.
“Muerte de mi corazón, dame la fuerza para aniquilar a mi enemigo, permíteme que éste sea mi último trabajo, te estaré agradecido por toda la eternidad”, dijo mientras empujaba la puerta.
Varias bailarinas semidesnudas se sorprendieron al verlo, otras lo ignoraron por completo. Frente a un espejo se encontraba su blanco. La fotografía que había visto no le hacía justicia, por un momento se quedó hipnotizado. Se acercó poco a poco hasta tenerla enfrente.
Ella lo miró directamente a los ojos. Se quedó sentada, resignada mientras se acercaba con pasos decididos.
—Te envía mi padre ¿Verdad?—le dijo.
—¿Tu padre? ¿Ese cerdo es tu padre?—Ya sabía que conmigo no se ensuciaría las manos, para eso tiene a sus matones.
—¿Cómo sabes que vengo a matarte?—interrumpió Pascual.
—Anoche en mis sueños se apareció la Muerte para advertírmelo.
Pascual se quedó quieto por unos segundos. Dudó, pero en ese instante ya no veía la cara de la mujer, si no la de su padre.
— ¿Qué esperas?—interrogó a bocajarro.
Los ojos de ella se abrieron al máximo cuando lo vio sacar el arma. Pascual le puso la pistola en la nuca y le voló los sesos.
El camerino se convirtió en un caos, mujeres desnudas corriendo por todos lados, gritos de pánico. La chica yacía con el rostro destrozado sobre el espejo salpicado de sangre.
Pascual no se movía, su mirada estaba clavada en la espalda de la chica, no podía creer lo que acababa de hacer. En la espalda de la muchacha el tatuaje de la Santa Muerte salpicada de sangre y pedazos de cráneo le sonreía burlón. Salió huyendo de ahí, aunque sabía muy bien que no habría lugar en el mundo donde esconderse de la Niña de sus ojos.
VI
Había violado un código no escrito, el de no matar a otro adorador de la Santa Muerte. Sólo le quedaba suplicar perdón, aunque sabía que no había vuelta de hoja, no le quedaba más que esperar su destino.
Tres cuadras más adelante, encontró un teléfono público. Sacó la tarjeta con el número del celular de Don Pedro, sus dedos temblaban, tuvo que intentarlo varias veces, por fin se escuchó del otro lado de la línea.
— ¿Sí, diga?
—El trabajo ya está hecho ¿Dónde lo veo para que pague lo que me debe?
— ¿No es muy tarde?
—No me queda mucho tiempo, me largo de la ciudad.
— ¿Mu… murió rápido?
—Dígame dónde nos vemos y le cuento lo que pasó, necesito hablar con usted ahora.
Don Pedro se quedó callado, después de varios segundos le dijo que lo esperara en la Plaza Garibaldi. Pascual paró un taxi y se dirigió hacia allá.
VII
Don Pedro tenía un nudo en la garganta, este asunto de su hija se le había ido de las manos. Cuando se enteró que estaba sumergida en las drogas hizo todo para ayudarla, pero ella ya no tenía remedio. Luego escuchó que se prostituía y bailaba desnuda en voz de uno de sus mejores amigos, fue la gota que colmó el vaso. Habló con ella, intentó hacerla razonar, pero ella fue muy clara cuando le dijo: “Sólo muerta me sacas de aquí”.
Ya estaba harto del asunto, le pagaría a Pascual e intentaría olvidar por siempre a su hija. Se vistió y salió en su auto hacía Garibaldi.
Cuando llegó Pascual ya lo esperaba sentado en una banca. Detrás de él, varios mariachis afinaban sus instrumentos. Don Pedro se acercó con cuidado con una bolsa de plástico en la mano.
— ¿Es el dinero?—le dijo Pascual.
—Tómalo y dime rápido para qué me querías con tanta urgencia.
— ¿Por qué no me dijo que era su hija? ¿Por qué mierda no me contó lo del tatuaje?
— ¿Cuál tatuaje?
—No se haga, usted lo sabía y no me lo advirtió—gritó Pascual.
—Te juro que no sé nada. Pascualito cálmate.
Don Pedro no tenía la menor idea a que se refería, sintió una fuerte punzada en su espalda y empezó a faltarle el aire. Su rostro empezó a amoratarse, sus ojos se nublaron, sintió varias punzadas más. Cayó al suelo retorciéndose en su propia sangre, vio alejarse a Pascual. El mariachi seguía tocando “El Rey”.
VIII
Pascual prendió su cigarro de marihuana, le dio un jalón profundo hasta sentir que se le llenaban los pulmones y se le quemaba la garganta, tosió un poco, se puso de pie y se acercó para decirle a la Niña al oído mientras la abrazaba.
—Perdóname…
La efigie de la Muerte empezó a moverse, levantó el brazo huesudo para abrazarlo con ternura, las cuencas vacías parecían mirarlo a los ojos. Se abrió su boca para decirle:
—No temas mi niño, estás perdonado.
La gente alrededor, al ver la escena, gritó presa del terror, la capilla se llenó de olor a pólvora. Charcos de sangre, alaridos y llanto.
Noticia de última hora: “Seis personas mueren ejecutadas de manera brutal y varios individuos más, se encuentran heridas en el barrio de Tepito de esta ciudad, tras un ajuste de cuentas en una capilla donde se rinde culto a la Santa Muerte. Un comando armado disparó a quemarropa a los asistentes, una de las victimas fue encontrada abrazada de la efigie de la llamada Niña Blanca. Como pueden ver en la imagen es un niño que no debe rebasar los trece años de edad, las autoridades siguen investigando. Pasando a otra noticia, se informa que…”

martes, agosto 15, 2006

Más cuentos publicados.

Me siento muy contento. Me acaban de publicar otros cuentos. Uno es "Los Elegidos" que ya publiqué en este blog, pero en una versión corregida y aumentada. Aparece en Alfa Eridiani en el número 3.

Otro es "Seol" escrito en colaboración con mis amigos y además magnificos escritores: Ricardo Germán Giorno, David Moñino y Eduardo Laens. Pueden leerlo en Axxón.

domingo, agosto 13, 2006

Boceto para ¿Puedo contarles algo?


Comparto con ustedes un bocetoa para la ilustración del relato ¿Puedo contarles algo?. Dibujados por mi buen amigo Sergio Monterrubio.

viernes, julio 28, 2006

Segundo cuento publicado.

Estoy muy contento por que me han publicado otro cuento. Este surgió del taller Forjadores y lo han publicado en NGC 3660. El cuento se llama: ¿Puedo contarles algo?

sábado, julio 22, 2006

Cuenta Saldada.


Dice la gente que queda algo de nuestra esencia en el lugar donde mueres. Dice que si lo haces de manera violenta se queda algo de tí impregnado en el ambiente.
Jorge no creía nada de eso. Al menos hasta ese momento. De cierta manera lo estaba esperando. Algo dentro de él se lo decía. Desde la noche que ella se fue. Aquella en la que dejó de iluminar su vida.
Antes, la llamaba todos los días por teléfono. Nunca tuvo el valor de hablarle en persona. Cuando ella le contestaba se quedaba mudo, sin saber que decir. A veces tomaba sus llamadas, otras veces colgaba de inmediato.
—¿Hay alguien ahí? ¿Eres tú maldito mudo? ¡Si me sigues molestando te reportaré con la policía!—le gritó varias veces.
El simple hecho de oír su voz lo llenaba de energía, aunque fuera un instante. Otros lo llamarían excitación, para él era una casi una experiencia religiosa. Convertía sus días grises en algo mejor. Era un rayo de luz entre tanta oscuridad.
Muchas veces la siguió sin que ella se diera cuenta. La perseguía desde la puerta de su casa hasta su trabajo. Siempre esperando con gran ilusión que volteara y lo descubriera. Pero eso nunca sucedió, ahora como lo lamentaba.
Iban al mismo gimnasio. El se aseguraba siempre de estar a la misma hora que ella. Hubo una vez que sin querer se tocaron, pero ni siquiera volteó a verlo. Para Jorge fue una caricia que por meses anhelaba. Enseguida experimentó una poderosa erección. Guardó ese instante dentro de su mente. Atesoró esa sensación por días.
El día de su cumpleaños le mandó un regalo: unos aretes en forma de estrella. Ella no supo quién se los enviaba, pero se los puso. Mientras la espiaba por una ventana, aprovechando la oscuridad de la noche, vio como se los probaba. Brillaban más que su juego de ropa interior. Ella se lo agradeció a la persona equivocada. Cuando le llamó por teléfono, el tipo se emocionó tanto que no le hizo ver que se trataba de un error. La engañó, pero ella jamás supo la verdad.
Pasaron varios meses hasta que tuvo el valor de volver a llamarle. Claro, desde el otro lado de la línea no reconoció quién le llamaba. Fingió ser el amigo que ella pensaba le había regalado los aretes. Le mintió de la misma manera que él lo había hecho el día de su cumpleaños. De alguna manera tuvo que convencerla a que acudiera a la cita.
Al principio, a ella le pareció un poco extraño que la hubiera citado cerca de la playa, pero al mismo tiempo le pareció romántico y sin dudarlo un instante aceptó. Esa noche habría luna llena. Lo tenía marcado en el calendario de su oficina del que desprendía todos los días un chiste para contárselo a sus amigos del gimnasio. Era la cita perfecta. Como en las telenovelas.
Jorge, la vio venir a lo lejos escondido detrás de unas rocas. Ella manejaba alegre su bicicleta blanca. Vestía una minifalda y blusa de color azul. Su color favorito. El se encontraba esperando el momento preciso para darle la sorpresa.
Ella se sentó en la arena aguardando el instante de estrechar en sus brazos a su enamorado. Su sombra se reflejaba en la arena y se perdía al tocar el agua. El golpeteo de las olas era el único sonido de la noche. Cuando vio a Jorge salir de su escondite, su rostro cambió de color y de expresión. Era una mezcla extraña, enojo y miedo.
Comenzó a gritar pidiendo ayuda. Él en realidad no quería hacerle daño. Si había alguien a quien más quería en este mundo era a ella. Pero lo cegó el horror. Vio en su cara el desprecio. Supo que ella nunca sería para él.
Fue cuando se agolparon en su cabeza todos los recuerdos. Parecía estar viviendo de nuevo las palizas que le propinaba su madre. Cuando lo avergonzaba delante de la gente. Siempre le dijo que ninguna mujer se fijaría en él. Que era un engendro del demonio. Fueron tan sólo unos cuantos segundos. Los suficientes como para ver el rostro de su madre en lugar del de su amada. La ira y el odio se apoderaron de él.
—¿No te das cuenta lo mucho que te quiero?—le dijo.
—No sé de que me está hablando—contestó confundida.
—¡No soy un bicho raro!
Jorge era para ella, un perfecto desconocido. No entendía ni una sola palabra de lo que le decía. Su mirada inyectada de sangre la había hecho estremecerse de miedo. Tenía que huir de ahí antes de que saliera lastimada.
Quiso correr pero él la tomó por el cuello y se lo apretó con fuerza. Ella luchó con todas sus fuerzas. Jorge empezó a golpearla por todo el cuerpo de manera brutal. Metió su cabeza dentro del agua. Ella pateó, se sacudió, intentó huir, pero no pudo. Él no se lo iba a permitir. No la soltó hasta que vio que ya no se movía. La dejó flotando. Siguió su cadáver con la vista hasta que se perdió a lo lejos.
Al otro día unos pescadores encontraron sus restos que se enredaron en sus redes. Pronto, todo el pueblo estaba enterado. Culparon de su muerte a un pobre pordiosero que dormía cerca de ahí. El dijo que esa noche había escuchado gritos, pero estaba tan borracho que no pudo acudir en su auxilio. Por supuesto nadie le creyó y lo metieron preso. Necesitaban un culpable para ese crimen tan atroz y él era el chivo expiatorio perfecto. Le dieron veinticinco años de cárcel que no alcanzó a cumplir. Un día amaneció muerto. Sus compañeros de celda lo asesinaron al enterarse de lo que había cometido. Cegaron la vida de un inocente, pero de inocentes están llenas las cárceles.
Se ha cumplido un año desde la fatídica cita. Jorge se encuentra ahí, en el mismo sitio donde ella aguardaba a el que amaba. En su lugar la muerte la sorprendió. Él se arrepiente de lo que hizo. Todas las noches acude al mismo sitio a esperarla. El sonido que producen las olas cala sus oídos.
Es ahora que Jorge empieza a creer en lo que la gente dice. Que en realidad los muertos vuelven. Lo entiende ahora que ve venir a su amada caminando sobre la espuma. Con los brazos abiertos, vestida de azul. La luna ilumina su rostro pintado de muerte. Sus ojos tienen ese brillo que congela la sangre. Viene a saldar una cuenta pendiente. Jorge sólo quiere pagar su deuda.

domingo, julio 09, 2006

Naves sobre el desierto.


Don Filemón miraba hacia el cielo incrédulo a lo que veía. Lo que más le extrañaba era que ese día no había bebido ni gota de aguardiente, así que no se trataba de una alucinación. Se restregó los ojos para estar seguro que no fuera un espejismo.
Un silencio sepulcral se apoderó del ambiente, no se escuchaba ni siquiera los cascabeles de las serpientes que por las tardes lo arrullaban. Lucifer, su fiel perro, echó a correr con la cola entre las patas y se refugió debajo de la vieja camioneta Ford.
En las alturas, con la puesta del sol como fondo, barcos de guerra volaban sobre su cabeza. Como si fueran plumas de ave arrastradas por el viento, se posaron sobre la arena. Filemón contemplaba el espectáculo petrificado por el miedo.
—Pero, ¿qué carajos será eso?—dijo entre dientes.
Por fin pudo moverse. Corrió lo más rápido que le permitió su reumatismo por su escopeta y municiones. Llamó a Lucifer pero éste no se movía de su escondite. Tuvo que arrastrarlo para subirlo dentro de la camioneta. Encendió su vehículo, el motor sonó como si tuviera tuberculosis, pero al final salió a toda velocidad rumbo a Desolación, el poblado más próximo de apenas cien habitantes que estaba a tan sólo diez minutos de ahí.
Se dirigió a la estación de policía que cubría una pequeña porción de aquel “pueblucho”. Entró directo a la oficina del Teniente López, ignorando por completo a su asistente que miraba despreocupado una revista para caballeros.
—¡Teniente, estamos siendo atacados!
López lo miró extrañado, un poco sorprendido por que entró de improvisto.
—Oye, Filemón ¿no sabes tocar la puerta?
—¡Nos atacan! ¡Se ha desatado la guerra!
—No me digas que los tanques gringos cruzan la frontera.
—Nada de tanques, son naves de guerra. El día que crucen tanques por esa frontera, serán los nuestros para recuperar el territorio que nos robaron.
El policía esta vez lo miró directo a los ojos. Lo inspeccionó de arriba a abajo con la mirada.
—Estás pero si bien borracho ¿Verdad, Filemón? ¿O encontraste peyote?
—¡Pero no! Lo acabo de ver con mis propios ojos. Hasta mi Lucifer estaba muerto de miedo. Le digo que naves atacan.
—A ver si te entendí ¿Nos atacan naves en pleno desierto? Mira, Filemón, no estoy para bromitas, si resulta ser uno de tus chistes te juro que…
—Pues si no me crees vamos para que las veas.
***
Filemón iba al frente en su camioneta. Le acariciaba el lomo a Lucifer que seguía asustado. Detrás de ellos, a corta distancia, lo seguía López junto con su ayudante. Habían aceptado a ir a investigar los sucesos, no sin antes amenazar al anciano con que lo iba a guardar a la sombra por una temporada en caso de que todo fuera una de sus ocurrencias.
Cuando se acercaban a la cabaña de Filemón, las naves se hacían cada vez más visibles. Él se rió al ver por el espejo retrovisor la cara de estupefacción de los policías. Pero la sonrisa no le duró mucho tiempo. Unas luces en el cielo lo hicieron frenar de golpe. La patrulla apenas y tuvo tiempo para evitar colisionar con el Ford del viejo. Las luces se posaron justo arriba de las naves. Los tres salieron de sus autos y se refugiaron detrás de la camioneta.
—¿Qué fue eso?—dijo el ayudante.
—Parece un OVNI—dijo Filemón
—¿No que no eran naves espaciales?—gritó asustado López.
—Esas acaban de llegar, las otras lo habían hecho primero—dijo Filemón, señalándoles hacia donde se encontraban. Justo detrás de un montón de cactus.
—Tenemos que acercarnos a investigar—dijo López.
—¿No será mejor avisar al gobernador, pedir refuerzos?—dijo el ayudante.
—¿Estás loco? Lo primero que van a decirnos es que de cuál fumamos—dijo Filemón que se asomaba por un lado.
—Síganme. Esa cosa parece que se detuvo—interrumpió López.
Todo se quedó en completa oscuridad. Los dos policías fueron al frente, cada uno empuñaba en una mano la linterna y en la otra el revolver. Filemón iba detrás de ellos junto con Lucifer que no quiso quedarse solo. Avanzaban con lentitud debido a que debían tener cuidado con las alimañas del desierto.
Se encontraban a unos cuantos metros de las naves, pero el OVNI se había desaparecido. Lo que más les inquietaba era el silencio. Sólo se podía escuchar sus respiraciones agitadas. Se detuvieron al pie de uno de los gigantescos barcos de metal.
—¿Hay alguien ahí?—gritó López.
El eco de su voz rebotó por todas partes repitiéndose decenas de veces. Los tres se miraron sin saber que decir o hacer.
López intentó tocar la superficie metálica pero su mano la traspasó como si fuera agua.
—¿Pero qué es esto? Parece como si fuera un proyección de cine—dijo López que agitaba la mano como si quisiera descubrir el truco.
De pronto el ladrido desgarrador de Lucifer los volvió a la realidad. Todos voltearon hacia donde se escuchó el alarido. El cuerpo del pobre animal se encontraba hecho pedazos sobre un charco espeso de sangre y arena.
Filemón empezó a descargar su rifle por todos lados, pero sólo fueron balas que se perdieron en el aire. El eco del ruido que provocó su arma retumbaba en sus oídos.
—¡Salgamos de aquí, pronto! ¡Es una trampa!—gritó López.
Fue tanto el terror que sintieron que los tres huyeron en distintas direcciones.
***
Filemón no podía creer lo que pasaba, lloraba desconsolado, por la pérdida de su fiel y único amigo “¿Por qué?” Se repetía una y otra vez. “Es una pesadilla, tiene que ser una pesadilla”, pensaba.
Se había quedado a oscuras. Por más que intentaba ver no lograba saber cuál era su ubicación. Tenía que llegar hasta su camioneta e irse lo más lejos de aquél infierno. Quien hubiera sido el que mató a su perro, había utilizado las naves como señuelo para atraer a sus presas. Tenía que hacer algo antes de que más personas se acercaran a averiguar que hacían esos barcos en medio del desierto. Se ocultó detrás de un enorme cactus y cavó un hoyo en la arena, decidió que lo mejor era esperar a que hubiera un poco de luz para poder escapar. El cansancio lo venció y se quedó dormido.

López llegó hasta un pequeño montículo de piedras y se resguardó tras de ellas. Con su linterna iluminaba hacia todos lados, trataba de descubrir qué era lo que los atacaba. No vio como por la arena se deslizaba un tentáculo que dejaba un rastro de líquido viscoso. Cuando pudo reaccionar, se encontraba aprisionado por lo que al principio pensó era una serpiente. Sólo que ésta era enorme como una anaconda y mucho más fuerte que cientos de ellas. Se escuchó un sonido muy parecido al que se produce al aplastar una sandía. Los ojos de López salieron despedidos hacia la arena por la presión de la poderosa extremidad. Todos sus huesos se partieron en mil pedazos. Por lo menos su muerte había sido rápida.

El ayudante de López corrió en dirección contraria de los demás. Tantos años sin ejercitarse le pasaban la factura. Su ropa estaba húmeda de sudor y de quién sabe qué más, pero en esos momentos lo que más importaba era sobrevivir. Arrastraba los pies como si tuviera plomo en las botas. Hasta que vio algo que lo dejó paralizado.
Se encontró con una majestuosa estructura oval hecha de un material plateado mucho más brillante que el platino. Flotaba sobre el suelo como a diez metros de altitud. Un poderoso haz de luz salía de centro hacía la arena. Se acercó para tocarlo…
Cuando recuperó la consciencia estaba sobre una plancha metálica, tenía tubos incrustados por todo su cuerpo, lo cegaba una luz. Sentía mucho dolor. Quiso mover sus manos, pero no las sintió. Sólo sentía uno de sus pies. Escuchó un sonido que le hizo recordar el aserradero de su pueblo. De reojo vio un brazo mecánico plateado con una sierra en la punta acercarse a su pierna. En su superficie se reflejaban los muñones de donde alguna vez tuvo extremidades. Un chorro de sangre le salpicó la cara y fue lo último que sintió.

Un ruido extraño despertó a Filemón, parecía que algo se arrastraba directo hacia él. Salió de su escondite y echó a correr sin dirección alguna. No había amanecido, por lo que la visión seguía siendo escasa. Chocó de frente con un cactus provocándose dolorosas heridas. Su cuerpo parecía al de un puercoespín. Lo que lo perseguía estaba muy cerca de él. Con mucho cuidado tomó su escopeta y apuntó hacia donde provenía el sonido. Un extraño ser parecido a un calamar gigante lo tenía acorralado. Las heridas provocadas por las espinas sangraban profusamente.
—¿Quién eres? ¿Qué deseas?
De lo que parecía ser la boca de aquel monstruo, salió un órgano tubular. A Filemón le recordó a los mosquitos. Se le acercó hasta quedar a tan sólo centímetros de él. Sintió un fuerte dolor de cabeza y luego escuchó muy claro que alguien le hablaba. El ser, se comunicaba por telepatía.
—Humano. Prepárate a morir.
—¿Por qué nos hacen esto?
—Necesitamos sobrevivir. Nuestro planeta ha sido destruido por el impacto de un asteroide por lo que necesitamos el suyo.
—¿De cientos de millones de planetas que hay en el universo tuvieron que escoger la tierra?
—Es por que es muy parecida a mi natal Qundo, pero lleno de alimento.
—¿A ti se te ocurrió lo de las naves?
—Sabemos que son curiosos por naturaleza. Fue idea del Gran Cerebro.
—No se saldrán con la suya. Pelearemos.
—Eso, está por verse.
No tuvo tiempo de disparar. Sintió un aguijón que le penetró por la cabeza. Le succionaron los sesos.
En otra parte de México, Pedro miraba atónito las noticias en la televisión. En las principales ciudades del planeta se reportaban extrañas apariciones de naves de guerra en el cielo. Se reportaban también muertes extrañas en París y en Londres. En ese momento transmitían en vivo el aterrizaje de una de ellas sobre el zócalo de la Ciudad de México. Miles de personas se acercaban sin saber lo que les esperaba. Apagó la tele aburrido.“Ya no saben que inventar para tener mas rating”, pensó. Se asomó por la ventana y descubrió una gran nave estacionada frente a su casa…

lunes, julio 03, 2006

Ilustración de la cueva

La ilustración del relato "La cueva" es creación de Sergio Monterrubio.
Su trabajo lo pueden ver en el siguiente Link: http://www.geocities.com/artekaku/artekaku.htm

Gracias amigo por ayudarme.

domingo, julio 02, 2006

La cueva



Como cientos de habitantes de aquél pueblo, Mikael, salió de su cueva casi al amanecer. Un “ritual” que todos debían ejecutar si querían sobrevivir en ese mundo hostíl y despiadado. Vestía su holgado traje de plástico metálico que tanto odiaba, pero que era imprescindible para subsistir. La temperatura ambiente a esa hora era cercana a los cero grados centígrados.
En cuanto salió a la superficie arenosa, sintió como su traje se congelaba. Tenía pocos minutos para estar afuera, pues debía entrar a su cueva antes de que sufriera una hipotermia o la luz del sol lo quemara vivo en cuanto apareciera detrás de las montañas.
Afuera sólo silencio, un viento gélido formaba remolinos de arena. Volteó a ver a los demás que emergían como autómatas de sus cuevas. No vio salir a su vecino por segunda vez, “Creo que ya nadie lo volverá a ver”, se dijo así mismo. Miró a lo lejos y su mirada se perdió por un instante. Todavía quedaban vestigios de lo que alguna vez había sido “Zel”. Sus enormes rascacielos abandonados se alcanzaban a ver a la distancia. “Si pudiera algún día regresar” pensó. Pero sabía que eso era imposible. Su destino como el de los demás era vivir en esas cuevas. “Se nace, se vive y se muere en la cueva” era un dicho popular. La alarma de su reloj lo regresó a su triste realidad, le quedaba un minuto para volver a ingresar.
Su “hogar”, un agujero en la tierra, tenía una temperatura cálida, cercana a los treinta grados. Tan pronto ingresó a su cubículo, gruesas gotas de agua se condensaron en su traje y empezaron a resbalar para caer en el recipiente colocado en una de las piernas del traje. Apenas medio litro de agua, pero suficiente para sus necesidades del día. Bebió un pequeño sorbo que le supo a gloria. Lo demás lo vació en una jarra.
Mojó una esponja y con eso procedió a darse un “baño”. Deslizó la misma por su cráneo rapado. Disfrutaba la caricia del agua cuando le resbalaba hacia la nuca. Como extrañaba un jabón. Bueno, extrañaba tantas cosas. Su rostro arrugado cambió por un momento, pero regresó a la misma expresión de pesadumbre y hastío.
La destrucción de la capa de ozono había acabado casi con todo. Muy pocas formas de vida habían podido sobrevivir. Los insectos habían pasado a ser la especie dominante del planeta. Por las noches millones salían a buscar alimento. Recordó a Sylvia. Se le erizó la piel.
Se miró en el pequeño espejo que colgaba de la pared. Tenía tan sólo veinticinco años pero parecía de cuarenta. Su piel, estaba arrugada como una pasa por la deshidratación. Por lo menos sus riñones no le habían molestado los últimos días.
Un pequeño haz de luz se coló por uno de los domos de su cueva. El motor de su pequeño generador de energía solar empezó a trabajar. Su purificador de aire y el ventilador estaban muy viejos, pero funcionaban y eso lo mantenía con vida. Los consiguió hacía unos años cuando se casó. El precio había sido toda una ganga, tan sólo ocho galones de agua. Los había ahorrado para poder casarse. En aquél entonces trabajaba en una de las tantas plantas desalinizadoras que tuvieron que cerrar tiempo después al irse a la quiebra. El pago por supuesto se hacía con agua potable. En esos tiempos aún se podía transitar por las calles sin achicharrarse.
Cuando les avisaron que tenían que irse a habitar las cuevas afuera de la ciudad no lo pudo creer, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Era eso o la muerte. Al menos recibía su ración de alimentos sintéticos cada mes. Un transporte especial resistente al calor pasaba casi al caer la tarde a repartírselos. Le habían dicho que los gobernantes no viven en cuevas y que comen alimentos naturales. Mikael no creía que eso fuera posible. El oxígeno estaba tan enrarecido por la falta de árboles que dudaba que hubiera plantas que resistieran la vida así. Sabía que la vida en la tierra nunca más sería posible porque la destrucción era irreversible.
No habían pasado dos horas después del medio día, cuando el cielo se nubló por completo. Maldijo su suerte. Ahora tendría menos oxígeno. La pila de su generador no recargaba lo suficiente por lo que su purificador de aire trabajaría a la mitad de su capacidad. Sabía que no llovería mucho por lo que no se preocupó demasiado. La lluvia ácida no solía demorar tanto. Por si acaso, unas gruesas capas de una aleación especial de metal hacían a las cuevas resistentes a la corrosión. Hacía bastante tiempo que la suya no recibía mantenimiento, pero no quería preocuparse tan temprano.
Se acercó a un estante y tomó su libro preferido. Se pasaba todas las tardes mirándolo hasta que lo vencía el sueño. Estaba lleno de fotografías de la tierra, cuando la gente se daba el lujo de desperdiciar el agua. Cayó dormido mientras veía la imagen de unos niños chapoteando en un estanque. Empezó a soñar.
Siempre era la misma pesadilla. La noche en que su esposa murió. Cuando se la comieron viva. No pudo evitar que Sylvia se asomara para investigar qué era el golpeteo insistente en el techo de la cueva. Tan pronto se asomó, miles de cucarachas se le subieron encima. No eran del tamaño normal que conocían nuestros ancestros. La contaminación y la radiación las habían hecho mutar, hasta alcanzar la medida de un ratón. Él intentó quitárselas de encima, fue una lucha desesperada. Mató a decenas con sus pesadas botas, pero no fue suficiente. Para su desgracia, ella corrió hacia afuera de la cueva. Ahí miles de bichos la cubrieron por completo. Los gritos de Sylvia retumbaban dentro de su cabeza desde entonces. La imagen de los asquerosos insectos metiéndose en la nariz, boca y oidos de su amada, mientras él sellaba la escotilla, lo han acompañado en sus pesadillas todas las noches.
Despertó agitado, su corazón latía a mil por hora. El sol se había metido por completo. Lo único que se escuchaba, era el sonido monótono del ventilador. Se levantó a tomar su ración de agua. Estaba dando el último trago cuando un ruido lo hizo estremecer.
Primero, pensó que seguía soñando, luego que era el ruido que producía su purificador de aire. Estaba equivocado. Era como si miles de diminutas patas se arrastraran en el techo de su cueva. Luego escuchó un extraño rechinido como cuando alguien raya la superficie de algo con una navaja. Se asomó por uno de las ventanillas de los domos.
Su rostro arrugado se puso pálido. No daba crédito a lo que estaba viendo, se le hizo un nudo en el estómago. Enormes cucarachas rodeaban su cueva, se apretujaban ebtre ellas, como si quisieran penetrar el metal. Se sorprendió al ver que cada vez eran de mayor tamaño. Respiró profundo para tranquilizarse, podía escuchar cada pulsación de su corazón. Sabía que era imposible que penetraran las paredes. A no ser que…
El ácido de la lluvia había hecho un pequeño orificio en un costado del domo, “Maldición”, gritó. Los insectos se peleaban por entrar por la rendija, como si olfatearan carne fresca. Sólo pudieron ingresar uno a uno. Mikael, abrazó el libro que tanto le gustaba. No tuvo más remedio que utilizarlo como “arma” para defenderse. Conforme iban cayendo, las aplastaba. Una tras otra. Con cada golpe un chorro de líquido amarillo le salpicaba el rostro. Pronto el libro se humedeció y empezó a despedazarse. Por último, utilizó los pies y las manos. Los jugos de las cucarachas formaron un gran charco amarillo y pegajoso. Ya no podía más. Las fuerzas lo fueron abandonando poco a poco. Resignado decidió “descansar”. De reojo miró hacia la mesa donde se encontraba la jarra de agua. Se abalanzó sobre ella y empezó a beberla desesperado. Cerró los ojos y se imaginó que estaba en medio de un oasis. Chapoteando en un estanque rodeado de cascadas de agua junto a Sylvia.
Sintió pequeñas punzadas de dolor en los pies, luego en la entrepierna, su estómago, su cuello. Quiso gritar, pero los insectos dentro de su boca ahogaron su voz.

domingo, junio 25, 2006

Capricho Fatal.

Eran las once de la noche. Dos compadres, Cristóbal y Nemesio, bebían en el bar del pueblo. Habían jugado ya tres horas de dominó y tomado una botella de tequila. Afuera hacía tanto frío que empezó a nevar. Los enormes pinos que rodeaban al bar se mecían con frenesí y sus ramas que comenzaban a llenarse de nieve crujían al momento de chocar entre ellas. Fueron a tomar algo para entrar en calor, pero ya se habían pasado de copas.
—Compadre, creo que ahí le paramos, se está haciendo tarde y si no nos apuramos nos veremos atrapados en medio de la tormenta—dijo Nemesio.
—Está bien compadre, sólo nos echamos la última y nos vamos. Además con ésta partida se define quién paga la cuenta—dijo Cristóbal—llenando otro vaso de tequila hasta el tope.
Como todos sabemos la famosa frase “la última y nos vamos” equivale a tomar por lo menos tres tragos y jugar tres partidas más.
—Vamos compadre no sea caprichoso, que se nos hace tarde.
—Ya le dije que es la última.
Así continuaron jugando y bebiendo hasta que el dinero ya no les alcanzó para más. Ya se iban, cuando las puertas del bar se abrieron de par en par de un sólo golpe. En medio del lugar se encontraba una mujer con el rostro desencajado, como si hubiera visto al mismísimo diablo. Tenía el rostro pálido bañado en llanto.
— ¡Por favor que alguien me ayude! Mi auto se ha quedado atrapado en la nieve. ¡Mi hijo se quedó ahí y está esperándome!
Todos se quedaron callados y viéndose unos a otros como idiotas, pero nadie se movió de su lugar. Algunos voltearon a verla, pero como si nada estuviera pasando, volvieron a lo que estaban. La mujer seguía ahí parada sollozante, con la desesperación a flor de piel.
Ante la urgencia de la mujer y después de consultarlo en silencio con sólo mirarse, los compadres decidieron ayudarla.
— ¿Díganos donde quedó su auto señora?—dijo Cristóbal.
—Está casi llegando a la curva, como a un kilómetro de aquí—les dijo con lágrimas en los ojos.
—Pues si no nos apuramos su hijo se congelará, así que síganos lo más rápido que pueda—dijo Nemesio.
Afuera, la tormenta estaba peor de lo que se habían imaginado. Corrieron tan rápido como los dejó la nieve. Sus zapatos se hundían hasta las rodillas. La oscuridad de la noche dificultaba aún más su carrera. El nivel de la nieve crecía de manera inexplicable. Sus pies se sentían como si de pronto se hubieran convertido en plomo. El viento se sentía como si alguien les clavara agujas en la piel. Así siguieron por diez minutos sin parar. De vez en cuando, paraban para no dejar atrasada a la mujer. La señora continuaba detrás de ellos, parecía no cansarse. Su rostro lucía más pálido que cuando la vieron en la cantina. Cristóbal temió que la hipotermia estuviera haciendo estragos en la desdichada.
Cuando se dieron cuenta que la señora ya no los seguía, el auto se encontraba como a dos metros de ellos. Tenía el motor y las luces encendidas.
—Por fin compadre, espero que ese niño siga vivo—alcanzó a decir Nemesio, mientras trataba de recuperar la respiración.
— ¿Dónde se quedó la señora?—dijo Cristóbal.
No la vieron por ningún lado, se la había tragado la tierra. No sabían si regresar a buscarla o continuar. La vida del niño era lo más importante en ese momento por lo que decidieron seguir. El último metro les costó recorrerlo una eternidad. Se acercaron con mucho cuidado hacia la puerta del auto.
Lo que vieron después, dejó a Nemesio con el cabello canoso desde entonces. Envejeció en un instante. Su compadre Cristóbal, murió en el lugar víctima de un paro cardiaco. Nunca se supo si fue por la impresión o por el esfuerzo físico
La señora se encontraba dentro del auto. Pálida, las manos crispadas, aferrándose al volante. Un niño, lloraba en el asiento trasero pidiendo ayuda.
Desde esa noche, el rostro bañado en lágrimas de la señora, acompaña a Nemesio en todas sus pesadillas.

sábado, junio 24, 2006

Camino a la Luz.



Era un día como cualquier otro. Parecía ser lo mismo de siempre. Todo en su lugar y nada fuera de lo normal. Mí escritorio, mí vieja lámpara y una montaña de apuntes que nunca había podido ordenar, estaban ahí, recordándome lo monótona que era mi vida.
Como casi siempre, me había quedado dormido sentado. Escribiendo lo que según yo, sería un informe completo de compras y ventas de la compañía. Tomé un trago de ese amargo café frió que había dejado desde el día anterior (o quizás más tiempo) y me dirigí a tomar un refrescante baño de agua helada. Abrí la regadera y dejé correr los chorros por todo mi cuerpo, poco a poco fui despertándome. Al terminar me observé en el enorme espejo que cubría la mitad de la pared y me llevé semejante sorpresa ¿Ese era yo?
Estaba claro que ya no era el mismo. Tenía mucho tiempo que no hacia ejercicio y esa tremenda papada era la mejor prueba de ello, ni que decir de mi abdómen. A pesar de eso, no podía quejarme de ser feo y gracias a que tenía personalidad me seguían varias compañeras de trabajo. Tuve algunas aventurillas con alguna de ellas, muy rápidas que apenas si las recuerdo. Pero ese día, no estaba seguro por qué, pero me sentía raro.
Me vestí como de rayo, le di de comer a mi gato que ya se veía muy flaco y salí a la cochera. Al subir al auto, algo me dijo que lo mejor era irme a pie ¿Qué tan lejos eran diez cuadras? Pero el tiempo era oro y tenía que dar un informe muy importante.
Di una vuelta entera, no encontraba dónde estacionarme y después de cinco minutos empecé a desesperarme, seguí la busqueda hasta que por fin, vi un lugar delante de mí. Sólo tenia que cruzar esa avenida, pero la luz roja me iba a ganar. Pisé a fondo el acelerador y no me fijé a los lados.
Sólo recuerdo ese chirrido que hacen las llantas al frenar. Gritos, el ruido que se provoca al romperse muchos cristales.
Ahora estoy aquí acostado, con toda esa gente que me mira como si fuera la atracción principal del circo. Creo que he tenido un accidente.
— ¡Llamen a una ambulancia! ¡Este hombre está muriendo!— gritó un agente de tránsito.
— ¡Hey! ¡Me siento bien! ¿Qué no ven que ya me levanté? No se preocupen, no fue nada. ¿Qué no pueden escucharme?
Me doy vuelta, veo a un hombre que trata con gran desesperación de revivir a alguien, pero ¿Qué ese no soy yo? ¡Dios mío! ¿He muerto? ¡Debo de seguir soñando!
—Ellos no pueden escucharte—oigo decir atrás de mi hombro.
— ¿Quién eres tu?—pregunto al hombre vestido de blanco que me mira con una dulzura y una gran sonrisa que no puedo describir.
—Soy tu guía hacia la luz—responde.
—¿Pero qué luz? ¿Significa que estoy muerto? Tengo que irme al trabajo—. Si esto no es una pesadilla, es lo más cercano a ello.
—Nada de eso hermano, todo esto en realidad sucede y créeme que te queda todavía mucho camino que recorrer, pero no temas que yo te guiaré hasta la luz. ahí te recibirá el creador de tu universo. Él tendrá que responder por ti, al creador de creadores—dice el hombre con ternura—. No intentes verlo por que su espíritu irradia luz que ciega al que no ha cumplido su misión. Espera a que él te conceda permiso de mirarlo y escucha lo que tenga que decirte, según tus actos, serás juzgado.
— No he hecho nada de lo que tenga que arrepentirme, no he hecho mal a nadie y siempre he dado limosna en la iglesia. Ya sé que tiene mucho tiempo que no voy ¿Es ese un pecado grave?—digo con un poco de miedo.
—Sígueme hermano, y no te separes de mí. Habrá fuerzas negativas que intentarán llevarte y yo tengo que impedirlo.
Lo tomo de la mano y con una lentitud pasmosa vamos alejándonos de aquel barullo. Poco a poco se van apagando las voces hasta que se pierden por completo. De pronto, una oscuridad total nos envuelve y empiezo a sentir frío y desconsuelo.
—Hermano, a pesar de lo que escuches, no hagas caso, no me sueltes. Si llegaras a zafarte te perderás en la oscuridad y no podré ayudarte—me dice aquél hombre al que ya empiezo a tenerle cariño sin saber el por qué.
En ese momento se escuchan ruidos espantosos que no puedo describir. Son gritos guturales que llegan directo a mis oídos y penetran mi consciencia.
— ¡Hey! ¿Recuerdas a Martha? ¿No quieres volver a jugar con sus senos? ¡Ven! A donde te diriges nunca tendrás lo que gozarás con nosotros.
Luego escucho una voz que me es conocida. — ¡Quédate aquí! ¡No sigas a ese hombre! ¡Te están engañando!—era mi propia voz.
De pronto, el hombre con el que voy, se detiene y abrazándome grita.
—Amados hermanos, dejen en paz a ésta alma. Ustedes eligieron la oscuridad ¡Dejen que el siga hacia la luz! ¡Por el amor de todos los creadores, aléjense y permitan que continuemos hacia nuestro destino!
Su voz no es de furia, ni violenta. Irradia amor y me hace sentir bien. No sé cómo, pero los ruidos infernales desaparecen. Ahora voy ascendiendo poco a poco con el hombre.
Pierdo la noción del tiempo. No puedo precisar cuánta distancia hemos recorrido. Entramos a un tunel que parece interminable. A lo lejos puedo ver un rayo de luz que poco a poco se hace más intenso. Conforme nos acercamos, se oyen cada vez más fuerte coros angelicales que nos reciben y alaban al creador. Hasta que por fin llegamos a nuestro destino ¡La luz!
Frente a mi se encuentra un paramédico, me apunta con una lámpara. La gente alrededor no para de murmurar. Algunos continúan rezando. Escucho latir mi corazón con fuerza.
—¡Este hombre no ha muerto, abran paso debemos llevarlo pronto al hospital!
Algunos de los presentes aplauden, otros lloran, una anciana se hinca y grita ¡Milagro! Cierro los ojos, respiro con dificultad, pero me siento mejor. Creo que arriba me han dado una nueva oportunidad.

viernes, junio 16, 2006

Crema batida y papas con salsa de tomate.

María la hija de cuatro años de Josefa se encontraba en la sala retozando con sus muñecas. Le encantaba pasarse las tardes echada en el suelo con sus juguetes favoritos. Le gustaba hacerlo al llegar de la escuela mientras su madre se encontraba preparando su comida favorita. Para ella, no había nada mejor para comer que las papas fritas. Las prefería más que a los postres, incluso si tenían crema batida. Ya empezaba a sentir el olor que llegaba desde la cocina, sintió como le rugían sus tripas. Escuchaba los cantos alegres de su madre al compás de la música de la radio.
Como todos los niños, son pocas cosas a las que le teme. Y no es que le encante el peligro, pero así hemos sido la mayoría en nuestra infancia. Por ejemplo, cuando se sube al carrusel y se baja cuando sigue en movimiento. Cuando asoma la cabeza fuera del auto. Cuando salta en su cama y cerca hay objetos que se pueden romper. Cuando corre por la orilla de la calle y hay camiones que pasan a toda velocidad.
Más bien, no sabe medir la peligrosidad de las cosas. Claro, hasta que sucede algo malo. Por ejemplo, no le tenía miedo al fuego hasta que un día se quemó al poner la mano en la estufa. No le temía a los contactos eléctricos hasta que un día sintió un sacudón al meter un dedo en ellos. Así aprendió a temerle a muchas cosas. Pero aún le faltaba tanto por ver y conocer.
Por eso cuando vio caminar a una enorme araña por la sala no le causó ningún temor. Al contrario, lo primero que quiso hacer: fue jugar con ella. Era negra y peluda con manchas anaranjadas. Una tarántula sudamericana, no era venenosa pero a cualquiera pondría a temblar. Seguramente se le habría escapado a algún vecino. Era casi del tamaño de las muñecas con las que jugaba. Las había visto por televisión en uno de tantos dibujos animados que veía por las tardes y le parecían simpáticas. Sobre todo una que era muy parlanchina, creo que se llamaba “Tecla” .
—Mamá, hay una araña en la sala—gritó María
—Estoy ocupada mi amor—le dijo su madre desde la cocina—¿Qué has dicho?
—¡Que hay una araña en la sala!—gritó más fuerte.
—No te preocupes, no hacen nada—dijo despreocupada Josefa.
—¿Puedo jugar con ella?
—No hija, déjala en paz.
—Es muy bonita mamá ¿Me das permiso?—insistió la niña.
—¡Ya te dije que no!—Pero María no la escuchó.
Se acercó a la tarántula para poder agarrarla. Lo hizo poco a poco para no espantarla. Ésta reaccionó al contacto de la niña parando sus patas delanteras. María insistió y el insecto se lanzó sobre ella como si quisiera defenderse.
—Mamá ¿Las arañas son malas?
—No Mari, si no la molestas no te hará daño.
—Pues ésta, es muy mala. No me deja jugar con ella.
—Ya casi están listas tus papas fritas—le avisó su madre que se encontraba muy contenta.
—Ahora voy—gritó la niña.
La niña ya no quería jugar. Estaba empezando a molestarse. Nunca se había visto rechazada por nada ni por nadie. Estaba acostumbrada a que tan sólo pedir las cosas conseguía lo que quisiera. Si a la primera no lo lograba, algunas lágrimas y gritos le ayudaban en la labor de convencimiento. Le lanzó uno de sus juguetes, pero falló por más de un metro. Le echó una servilleta encima pero alcanzó a escabullirse. No tuvo más remedio que tratar de asirla otra vez con las manos. Esta vez por fin pudo atraparla. Pero tan pronto la sostuvo, ésta empezó a trepar por sus brazos hasta llegar a su cabeza. Manoteó y sacudió su pelo hasta que la hizo caer. Ahora si estaba molesta de verdad. Nadie se metía con su pelo.
—Mamá, la araña ya me hizo enojar ¿Puedo pegarle?—gritó María.
—No hijita, pobre animal ¿Por qué no la lanzas por la ventana y te vienes a comer?—dijo la madre, sin sospechar el tamaño real de la araña.
—No se deja atrapar—dijo triste María.
—Déjala que se vaya sola entonces. Ya están listas tus papas. Ya las puse en la mesa. Acuérdate de lavarte tus manos—dijo Josefa bailando su canción favorita.
María corría por toda la casa detrás de la tarántula. Se metió debajo de un librero. María se agachó para espantarla. El animal salió disparado hacia ella. De no ser por que reaccionó a tiempo se le hubiera subido a la cara.
Estuvo siguiéndola por varios minutos de mueble en mueble. De habitación en habitación. Hasta que por fin la acorraló en una de las esquinas de la recámara de sus padres. De reojo, vio encima del tocador una enorme navaja de afeitar.
No recordaba que le hubieran prohibido usarla alguna vez. De hecho vio a su padre usándola por la mañana. Sin dejar de ver al bicho que la había sacado de sus casillas fue caminando hacia atrás para tomar la filosa navaja. Estaba un poco pesada pero podía con ella. La tarántula seguía quieta en el rincón. Agarró con ambas manos la navaja y la hundió en la panza del animal. Un líquido cremoso salió de la herida y embarró los bordes. No dejó de apretar hasta que la tarántula dejó de retorcerse. El líquido siguió saliendo llenando la hoja reluciente.
Al ver lo que quedó untado en el filo se acordó de otra de sus comidas favoritas. La crema batida. Como disfrutaba echarla sobre las frutas y pasteles que le servía su mamá. Ahora acababa de descubrir de dónde sacaban el delicioso líquido que tanto le agradaba.
Empezó a lamer la “crema”. Tenía un sabor raro, pero no le era desagradable. Relamió la navaja para dejarla limpia por completo. Pasó su lengua por el lado más filoso. Vio que la crema cambiaba de color. Ahora parecía salsa de tomate. “Que divertido” pensó María. Primero crema batida y ahora la salsita que tanto le encantaba. Dio más lamidas. La salsa no dejaba de salir.
—Mamá, ya no necesitas ponerle salsa de tomate a mis papas—gritó.

viernes, mayo 26, 2006

El guante olvidado.

La consternación de Pedro era por demás obvia. Sudaba a cántaros. El pulso lo tenía aceleradísimo. Cómo pudo cometer ese error tan grave. Lo tenía todo bien planeado. Había estudiado a Perla días enteros. Sabía todos sus movimientos, las entradas y salidas a su casa. A que hora se bañaba, que ropa se pondría. Todo, la conocía más que así mismo.
Tenía que pagarle. Se lo advirtió. Aún no podía creer que anduviera por ahí, como si no hubiera pasado nada. Pero había llegado la hora de cobrarse todas las humillaciones. Aún recuerda cuando delante de mucha gente le gritó que no era más que un gusano, que dejara de molestarla. Cuando le envió un precioso ramo de flores y ella sin siquiera olerlas, las tiró al basurero.
Esa noche aprovechó que había dejado una ventana abierta para escabullirse en su recámara. Se escondió en la oscuridad de su departamento a esperarla, no tardaría mucho tiempo. Faltaba poco para que llegara de su trabajo. Mientras tanto contaba cada segundo. Escudriñaba cada rincón de aquél impecable cuarto decorado a la italiana. Se puso unos guantes de látex con mucho cuidado. Sacó el cuchillo que había afilado toda la tarde y se acomodó dentro del closet en espera que ella acudiera a su cita con la muerte.
Ella llegó puntual, a la hora de siempre, como había previsto Pedro. Ella se tomaría un baño antes de acostarse como era su costumbre. Disfrutaría de verla por última vez. Abrió un poco la puerta para poderla espiar.
Perla se desnudó con mucho cuidado, como en cámara lenta. Primero la blusa roja de seda, la falda negra, el sostén rojo que hacía juego con la brevísima tanga de satín. Pedro, escondido admiró por última vez aquellos senos por los que había perdido la cabeza. No soportó más, ahora la odiaba y tenía que morir.
Se abalanzó sobre la mujer que se vio sorprendida. Desnuda e indefensa ante el filoso y frío cuchillo de su atacante. Le asestó veintisiete golpes. Los últimos diez por la espalda cuando quiso huir. Cuando vio tendida a su presa sobre el piso, se quitó un guante para acariciar con fuerza y desesperación los pechos de la pobre fémina cuyos pezones sanguinolentos apuntaban hacia el techo.
Después de saciar su sed de sangre y de lujuria entró al baño a lavarse. Se quitó la ropa empapada y sacó una nueva muda de ropa. La mojada la guardó en una bolsa de plástico que más tarde tiraría a la basura. Se vistió de nuevo lo más rápido posible y abandonó el lugar dirigiéndose a la estación del tren. Fue cuando se dio cuenta. Había olvidado un guante ¿O se le cayó cuando manoseó lascivamente a su victima? ¿Se cayó cuando volvió a salir por la ventana? Ya no recordaba.
Tenía que regresar por él. Sabía que tarde o temprano la policía encontraría huellas digitales donde hubiera tocado su mano desnuda (los pechos de la infortunada para empezar). Se puso a temblar de la desesperación. De sólo de pensar que tendría que volver al sitio del crimen a borrar toda la evidencia y encontrarse con el cadáver de nuevo. Lo más seguro era que estuviera en medio de un gran charco de sangre. Dejaría más huellas.
Mientras volvía al sitio del crimen pasaban por su mente cada gesto, los rictus de dolor. El sonido de la carne cada vez que se hundía su cuchillo. Los gritos de súplica. Estos pensamientos lo calmaron por un momento. El dulce sabor de la venganza no era tan malo después de todo. Sólo tendría que recoger el guante, borrar sus rastros y regresar a la estación.
Se deslizó de nuevo por la ventana. Se puso el guante que le quedaba y entró a la recámara. No encontró ni el guante ni el cadáver. Volteó a su derecha y en el reflejo del espejo se encontraba Perla. Su cuerpo lleno de heridas. Bañada en sangre.
—¿Olvidaste algo?—le dijo con una sonrisa grotesca.Al otro día los encontraron. A él con los ojos en blanco, el rostro pálido. Se había tragado su propia lengua. Nadie supo lo que en realidad pasó esa noche. Había dos cadáveres, cada uno sosteniendo un guante.

domingo, mayo 21, 2006

Sánchez. Capítulo IV.

Sánchez abrió los ojos, una fuerte luz lo iluminaba, se encontró con la cara de Jiménez que lo veía consternado.
— ¿En donde estamos?—preguntó con voz cansada.
— En el Hospital General—oyó decir a lo lejos.
— ¿Qué me pasó? ¿Por qué estoy aquí?—
—Va a estar bien Teniente, sólo fue el golpe—sonrió Jiménez que le daba una palmada en la mano ¡Pero qué susto me dio!
Sánchez quiso levantarse pero una punzada en la nuca lo detuvo— ¿Pero qué demonios sucedió?—insultó a lo bajo sobándose la nuca.
—Es mejor que descanse Teniente, mañana lo pondré al tanto— se despidió Jiménez que cerraba la puerta.
Tras de él, entró una enfermera que con cara sonriente sostenía una enorme jeringa.
—Le voy a inyectar un tranquilizante para que descanse—le dijo. Que sueñe con los angelitos.
No supo cuanto tiempo transcurrió. Para él ni cinco minutos, abrió los ojos.
—Ese tranquilizante no me hizo nada—pensó.
El cuarto estaba en la oscuridad total y había un silencio tan grande que podría oír la respiración de una hormiga, la cama la sentía como si fuera un témpano de hielo. Se quiso levantar pero no le respondía ninguna parte de su cuerpo, de pronto escuchó pasos que venían lejos y que poco a poco se hacían más fuertes. De pronto los pasos se detuvieron, la manija de la puerta se movía y esta se abrió como en cámara lenta. No podía ver quien era la persona pero si podía sentir su mirada. Podía escuchar su respiración agitada. En ese momento empezó a acercarse y fue al fin que pudo verlo. Una persona alta vestida como doctor y con tapaboca se le acercaba. En la mano derecha tenia un bisturí. Quiso gritar y preguntar quién era pero parecía que estaba congelado. Iba a abrir la boca cuando la persona lo atacó. Sintió como le cortaban de un tajo el vientre. Aún así no podía ni gritar ni moverse. Recibió otro corte en el cuello y un chorro de sangre salió disparado de su yugular, esta vez gritó con todas sus fuerzas ¡Que alguien me ayude!
— ¡Teniente, despierte! — le gritaba Jiménez.
—Es sólo una pesadilla— le habló quedo tratando de calmarlo.
—Cálmese y vístase, lo invito a desayunar tenemos mucho de que hablar— y salió de la habitación.
Sánchez se incorporó con lentitud. Estaba empapado en sudor y la cabeza le daba vueltas. No aguantó el mareo y se puso a vomitar. “¡mierda! pero que mal me siento”, se dijo así mismo, pero aún así se levantó y caminó tambaleándose hacia la percha donde colgaba su ropa. Dejó caer la bata a sus pies quedando desnudo cuando se abrió de improviso la puerta.
—Disculpe usted Teniente, no esperaba verlo levantado—dijo la enfermera apenada que enseguida volteó la cara.
—No, no, no hay cuidado—tartamudeó Sánchez aún más apenado subiéndose rápido los boxers.
—Ya me siento mejor y la verdad no puedo esperar más, tengo muchas cosas que hacer—siguió diciendo Sánchez colocándose el pantalón.
—Pero aún no ha firmado su alta el Doctor Estrada—aclaró la enfermera.
—Pues le agradezco mucho su preocupación señorita pero yo me largo, muchas gracias por todo— respondió Sánchez vistiéndose, le guiñó un ojo y cerró la puerta.
Jiménez lo esperaba dentro del auto a la entrada del hospital, en cuanto lo vio le tocó el claxon, Sánchez le hizo una seña de que ya lo había visto y se dirigió hacia él.
—OK, dime todo lo que sabes—interrogó Sánchez dejando caer todo su peso en el asiento.
—Claro que si Teniente, no coma ansias, en el camino le digo—musitó poniendo en marcha el auto y salía a vuelta de rueda de aquél lugar.
— ¿A dónde quiere ir a desayunar, Teniente?—preguntó encendiéndose un cigarrillo.
—A donde sea, no me importa, de todas maneras me siento mareado no creo poder comer nada, pero no me la sigas haciendo de emoción y dime de una vez por todas que carajos sucedió—replicó un poco desesperado.
Jiménez le dio un buen jalón al cigarro y después de sacar todo el humo por fin le dijo.
—Pues en realidad no sé qué decirle Teniente; no sabemos que fue lo que sucedió en realidad; usted tardó demasiado en salir que no supe que hacer; le grité pero no me respondió y cuando me decidí entrar lo encontré tirado en un charco de sangre, por un momento pensé que estaba muerto.
— ¿Pero quién me atacó?
—No encontré a nadie en la habitación, cometimos un grande error, no reparamos en que ese edificio tiene escaleras de emergencia por si hay un incendio, su atacante huyó por la ventana—confesó Jiménez mientras veía el retrovisor.
—Parece ser que el que lo atacó sólo entró a despedazar una computadora—reveló un tanto extrañado.
— ¿Una computadora?—preguntó Sánchez aún más confundido sobándose la cabeza.
—Se llevó el disco duro, lo demás lo hizo añicos—reveló Jiménez cuando se estacionaba frente a un puesto de tacos y tortas.
— ¿Seguro que no quiere nada teniente?—volvió a preguntar bajándose del auto.
—No, pero te acompaño con un café—contestó.
Los dos se dirigieron hasta el fondo del local, era muy pequeño pero limpio, las mesas y sillas eran de plástico, en las paredes colgaban fotos de jugadores de fútbol algo maltratadas.
—Mire teniente, el Cabrito Arellano—exclamó Jiménez emocionado al reconocer a su ídolo, Sánchez ni se inmutó. Se sentó e hizo señas a la mesera, que enseguida se acercó.
—Por favor un café bien cargado—ordenó Sánchez.
—Y para mí una torta de chorizo, también bien cargada y su respectiva Coca Light, para la dieta—bromeó Jiménez.
—Enseguida se los traigo— dijo la mesera que no paraba de sonreír.
—Bueno Jiménez, dime ¿Encontraron alguna pista en la escena del crimen?— preguntó volteando a ver a la mesera cuando se alejaba.
—No, ninguna, tampoco en el departamento de la víctima —contestó Jiménez que tampoco dejaba de ver a la mesera, quien para su mala suerte en ese momento los volteaba a ver.
— ¡Vaya, nos ha visto! —suspiró Jiménez muerto de la pena.
— ¿Y qué sabes de la hermana de la segunda víctima, ya te comunicaste a Francia? —inquirió Sánchez que le regresaba la mirada a Jiménez como si nada.
—Pues hasta ahora no hay noticias de ella, parece que se la tragó la tierra—ahora Jiménez fijaba su vista en las fotos de fútbol.
—Por cierto me dijo el forense que mandó el resultado de las autopsias, deben estar en su escritorio en este momento— añadió.
—Averiguamos también que la última víctima tampoco tiene familia, era huérfana, se crió en un orfanato en el estado de Guerrero.
—Pues te apuras a desayunar y nos vamos a la jefatura, además tenemos que ir a ver al cura, necesito hacerle algunas preguntas.
— ¿Sabes si se revisó la casa de la segunda victima? —indagó Sánchez con cara de que se le había olvidado algo importante…
—Pues se registró la casa, se buscaron huellas digitales sin encontrar nada raro, lo más extraño fue lo que hallé cerca de la entrada cuando estuve listo para abandonar el lugar, encontré unas fibras de color rojo, parecen de alguna alfombra, busqué en todo el departamento y no encontré nada de ese color — respondió Jiménez que veía a la mesera cuando regresaba con sus bebidas.
—Y dime Jiménez ¿de casualidad recuerdas haber visto alguna computadora en el departamento?— inquirió Sánchez antes de darle un buen sorbo a su café y agradecía a la mesera con una sonrisa.
Ésta vez ninguno de los dos volteó a verla y ninguno se percató que ella si los miraba.
— ¿Sabe Teniente? Ahora que lo menciona, si hay una computadora pero no estaba a la vista, estaba empacada dentro del closet— reveló Jiménez que ahora buscaba con la mirada su torta que no llegaba.
—Pues manda a buscar esa computadora, me parece que podemos encontrar algo interesante ahí, estoy seguro que las fibras las dejó alguien que fue a buscar esa computadora y no la encontró, estoy seguro que quiso deshacerse de ella como sucedió con la última víctima, también necesito que mandes a examinar esas fibras, me parece que estamos cerca de ese mal nacido—ordenó Sánchez que daba otro sorbo a su café.
— ¡Por fin mi torta!— prorrumpió Jiménez que la veía venir como si fuera la última del planeta.
—Pues ojalá y sea pronto por que lo más seguro es que vuelva a asesinar— dijo Jiménez que mordía la torta casi hasta la mitad, ¡ummm! …

domingo, mayo 14, 2006

El último brindis.


En un fino restaurante una pareja de amantes se encontraba en la última mesa. Platicaban indiferentes a los demás que ahí cenaban. Sus copas estaban vacías. No habían tocado la botella de vino tinto que se hallaba en la mesa.
—¿Cuántos años llevamos de vivir juntos? He perdido la cuenta.
—Han pasado más de cien años. Pero para mí ha sido muy poco.
—¿Recuerdas, cómo nos conocimos?
—Como olvidarlo. Tan pronto te vi, supe que sería tuya para siempre.
—En cambio yo. Pensé que sería la primera y última vez que te vería.
—¿Qué te hizo pensar eso? ¿Lo dices por el hábito que vestía?
—No creí que fueras a renunciar a él tan fácilmente.
—Pues te equivocaste conmigo.
—Es algo que no sé a quién agradecer. Si al de arriba o al de abajo.
Los dos soltaron la carcajada al mismo tiempo. Los demás los vieron por un segundo para después continuar en lo que estaban.
—¿Te arrepientes ahora?
—No, nunca lo haré.
—¿No te importó el que haya acabado con tus demás hermanas del convento?
—Así como no me dolió el que hayas matado a mis padres.
—No sabes como me hiere que me digas todo esto. Haces más difícil mi partida.
—¿Qué estás diciendo?
—Ha llegado el momento de despedirnos. Por eso es que te he traído hasta aquí esta noche. Debes conseguir un nuevo compañero.
—No puede ser cierto. No beberé tu sangre. No te cambiaré.
—Entiende, mi tiempo ya ha terminado.
Él se puso de pie. Mató a las parejas que se encontraban cenando. Al ver correr la sangre, ella no pudo evitar unirse al festín. Se encargó de los meseros y empleados del lugar que intentaban huir. Se convirtió en una auténtica carnicería humana. Sólo quedó un joven que no paraba de llorar. Llenaron sus copas de sangre.
—Brindemos por la última noche juntos—dijo él.
Bebieron hasta saciarse. Se fundieron en un abrazo. Sintió como palpitaba la yugular de su amado. Hundió sus filosos colmillos. Le arrancó la vida poco a poco. Cuando se quedó sola con el único sobreviviente, lo tomó de la mano para luego besarlo.
—Nos llevaremos muy bien, te lo aseguro…

Hombres de Blanco.


Despertó de pronto. No entendía por qué debía ponerse ese traje blanco, ni por qué debía esconder su cara tras esa máscara puntiaguda. Seguía a pie la procesión de jinetes encapuchados. La luz de sus antorchas iluminaba la noche sin estrellas. Escuchó que desde ese día, pertenecía a algo así como un concejo. Le llamaban el clan. Era su noche de iniciación. Cuando fuera el momento el gran sacerdote le daría instrucciones.
“Debo estar soñando”, pensó. Siguieron por un sinuoso camino. La caravana de pronto se detuvo. Varios jinetes desmontaron y empezaron a clavar unos maderos en forma de cruz y les prendieron fuego. A lo lejos se escuchaban cánticos y alabanzas. Eran voces de niños. No podía ver de dónde provenían pues le tapaban la vista los demás encapuchados. De pronto todos se abrieron para darle paso al sacerdote mayor que empuñaba una antorcha.
—¡Préndele fuego a su iglesia y mándalos al infierno!—gritó
Quiso despertar. Ya tenía suficiente con ese sueño. Pero no pudo. Avanzó entre aquellos hombres que se ocultaban tras ese ropaje. Podía leer en sus ojos un odio inconmensurable. Ahora no tenía voluntad sobre su cuerpo. Corrió hacia la pequeña casita de madera y lanzó la antorcha.
Todo se inundó de fuego. Adentro, gritos desgarradores. El llanto de los inocentes. El olor a carne quemada llenó sus fosas nasales. Escuchó una voz que le pedía regresar a la cuenta de tres. Uno, dos, tres.
Despertó. Una luz lo cegó por un momento. Frente a él, cámaras de TV y cientos de personas que no dejaban de mirarlo. Un hombre de barba y una mujer rubia con un micrófono lo veían con la boca abierta.
—Señoras y señores. Ustedes lo han visto y escuchado en éste su programa “Vidas pasadas”. El señor fue miembro del Ku Kux Klan en su vida anterior. Fue uno de los que asesinaron brutalmente a cuarenta y cinco niños de nuestra comunidad—dijo la mujer.
—Pero…yo…no sé de que hablan—dijo el hombre que miraba acercarse a él a la multitud.
La transmisión se interrumpió. El programa fue cancelado. Un hombre fue linchado.

domingo, abril 23, 2006

Primer cuento publicado.

Estoy muy contento. Mi primer cuento publicado resultó ser "Sin Invitación". El cuento lo presenté en el taller 7 tal como está en mi blog. Después de varios arreglos , el relato quedó listo. Lo han publicado en Axxón.

El relato lo pueden leer aquí: Sin invitación

sábado, abril 15, 2006

Sánchez. Capítulo III.

Se detuvo justo en frente de dos patrullas que bloqueaban la calle oscura donde se hallaba el cuerpo. El lugar estaba repleto de periodistas y gente curiosa. Se estacionó detrás de una patrulla. Aún no se había bajado de su auto cuando, una avalancha de reporteros lo rodeó.
—Teniente Sánchez ¿Es verdad que el reciente asesinato tiene que ver con el de las dos mujeres asesinadas de manera brutal?—preguntó una reportera que por poco le pica un ojo con su micrófono.
—No señorita, no es verdad—masculló Sánchez esquivando más micrófonos y cerraba la puerta de su auto.
— ¿Por qué no quieren que se sepan sus nombres? La gente de la ciudad tiene el derecho de saber—preguntó desde atrás un reportero.
—Señores ya les dije mil veces que no queremos que se entorpezcan las investigaciones. No haremos declaraciones que sólo contribuyan a que el miedo se apodere de esta ciudad, que de por si vive ya angustiada por la ola de asaltos y secuestros—contestó Sánchez ahora de mal humor.
—Pero, debemos prevenir a la ciudadanía ¿no cree?—preguntó otra señorita desde atrás.
—Por favor, háganse a un lado, necesito pasar—gruñó Sánchez, que echaba humo de coraje.
Sánchez se abrió camino casi a empujones. Adelante estaba Jiménez, de pie junto al cuerpo tomaba fotos. No fue hasta que estuvo a su lado que éste se percató de su llegada.
—Disculpe Teniente, no me había dado cuenta que ya estaba aquí.
—No hay cuidado Jiménez, esos idiotas de la prensa me detuvieron, pero… veamos el cuerpo.
Jiménez destapó el cuerpo que estaba a sus pies.
—¡Dios Santo! ¡Pero qué demonios ha pasado aquí! ¡Esto es…!—Sánchez no terminó la última palabra, lo que tenía ante sus ojos no podía ser real.
En el piso se encontraba el cuerpo de otra mujer. Desnuda, con el tórax abierto. En la mano izquierda le colocaron su corazón. Colgado del cuello se encontraba su intestino.
—Eso no es todo, tiene que ver esto—señaló Jiménez—, al mismo tiempo que le abría la boca. Le han desprendido toda la dentadura, diente por diente.
— ¡Pero qué clase de asesino!—murmuró Sánchez.
—Dime Jiménez, ¿Tenemos testigos?
—No, ninguno.
—Y… ¿Quién encontró el cuerpo?—preguntó Sánchez encendiéndose un cigarrillo.
—Fue el padre Vicente él quien dio parte a la policía. Se veía muy contrariado. Dijo conocerla desde pequeña.
— ¿El Padre Vicente? ¿Ya lo interrogaron?—preguntó Sánchez sacando el humo del cigarro por la nariz.
—El Padre Vicente se negó a declarar, pero dijo que si necesitaban su declaración estaría toda la mañana en el despacho de la parroquia—contestó Jiménez y le alcanzó una hoja donde anotó el horario de labores del Padre.
— ¿Pero por qué lo dejaron ir?—preguntó Sánchez un tanto contrariado.
—Por favor Sánchez, se trata de un sacerdote, después de lo que ha visto esta noche no quise entretenerlo más ¿No creerás que tiene algo que ver con…?
—¡Claro que no! Pero tiene que explicarme que rayos hacia por aquí tan tarde ¿No crees?
Sánchez se dio un respiro. Se acomodó el pelo, luego como si hubiera recargado baterías continuó con la investigación.
— ¿Ya identificaron a la victima?—preguntó Sánchez volviendo la mirada hacia el cuerpo.
—Se llamaba María Candelaria Sosa Hernández. Tenía veintisiete años, soltera. Vivía en un edificio de departamentos a sólo dos cuadras de aquí.
— ¿Ya avisaron a su familia?— preguntaba Sánchez que miraba a la muchacha con gesto de preocupación.
—No, hasta ahora no hemos dado con ningún familiar, pero estamos investigando—contestó Jiménez—, apoyando su mano en la espalda de Sánchez como queriendo reconfortarlo.
—¿Ya saben la hora del deceso?—preguntó Sánchez agachándose a inspeccionar el cuerpo.
—No tiene más de dos horas muerta—decretó el forense que tomaba fotos de los intestinos enredados en el cuello de la muchacha.
— ¿Tenemos el arma homicida?— preguntó Sánchez abriendo una vez más la boca de la mujer y echaba un vistazo.
—Ningún rastro teniente—volvió a decir el médico quien ahora tomaba fotos del corazón.
—Lo que si puedo asegurar que se trata del mismo tipo de arma que los otros asesinatos. Una de bastante filo quizás un bisturí. Lo que nos indica que el asesino podría ser un cirujano con un conocimiento muy amplio de anatomía humana, pero en esta ciudad debe de haber miles, sin contar a los pasantes de medicina—concluyó.
—Este debe ser de los mejores, hace su trabajo con una limpieza y rapidez insólita— murmuró Sánchez que se levantaba.
—Investiga los nombres de los mejores médicos cirujanos de la ciudad, quizá tengamos que entrevistarlos.
— ¿Jiménez, dices que la muchacha vivía cerca de aquí?—
—Así es teniente, en el edificio de allá— apuntó Jiménez señalando hacia adelante.
—Quiero que me acompañes a su departamento— ordenó Sánchez y luego se dirigió a los demás.
—¡Que busquen por todos lados! Debe de haber alguna huella, no puede ser que no deje ningún rastro, alguna vez tiene que equivocarse, ¡vamos muchachos! Quiero que no descansen hasta que me den una buena noticia.
Caminaron hasta el edificio de departamentos, la puerta de la entrada se encontraba caída de lo podrida que estaba. A la izquierda se encontraban las escaleras que conducían a los pisos superiores. El lugar estaba casi a oscuras. Un foco que apenas iluminaba, colgaba del techo lleno de telarañas. Debajo de las escaleras se encontraban bolsas acumuladas llenas de basura y se podían ver ratas y cucarachas en las mismas. El olor era tan penetrante que Sánchez tuvo que cubrirse la nariz.
— ¿Quién puede vivir en una pocilga como ésta?— preguntó Jiménez.
— ¿Sabes en que número vivía?— inquirió Sánchez intentando ver los números que apenas se distinguían en las puertas grasientas.
—Es en el tercer piso, numero 377—respondió Jiménez, que sacudía el pie como queriendo quitarse algo que tenia en la suela de sus zapatos.
—Subamos entonces—apuró a decir Sánchez sacando su linterna para darse un poco más de luz.
El segundo piso se veía un poco más limpio pero el olor a podrido seguía siendo el mismo. Al final del pasillo se encontraba un departamento abierto donde se escuchaba música de los Tigres del Norte. Gritos de hombres intentando cantar (que por el tono de su voz podía adivinarse que se encontraban ebrios) y además el ruido de las botellas y vasos que chocaban a la hora de brindar.
—No se que sea peor, si la música o el olor— repeló Jiménez.
Pero Sánchez no lo escuchó. Él seguía subiendo las escaleras como si en realidad supiera en donde se encontraba el departamento. Al llegar al tercer piso los dos se quedaron viendo.
— ¿Izquierda o derecha?— preguntó Sánchez.
—Pues la puerta de enfrente dice 407, debe estar a la izquierda— dijo Jiménez y se dirigió hacia la izquierda
—Debe ser la última de allá— señaló Sanchez apurado.
Los dos sacaron sus armas y se dirigieron hacia la última puerta que era de color negra, estaban a un paso cuando oyeron un ruido que venia desde el otro lado del pasillo, los dos se quedaron quietos pero ya no escucharon nada.
—Abre la puerta Jiménez, date prisa—susurró Sánchez desesperado.
—Acabo de darme cuenta que no es este el departamento, éste es el número 437— confesó Jiménez un poco apenado.
—Entonces el que buscamos es el último del otro lado, donde se escuchó el ruido— vociferó Sánchez apresurando el paso hacia el otro lado del pasillo.
Jiménez lo seguía cuando de pronto, Sánchez se detuvo de golpe.
—¿Qué pasa? ¿Por qué se detiene Teniente?—
—La puerta se encuentra abierta—murmuró Sánchez en voz baja. Creo que alguien está ahí, sígueme sin hacer ruido.
Se acercaron poco a poco a la entrada del departamento. El lugar estaba en la oscuridad total. El cuarto estaba en silencio. Jiménez se puso a un lado de la puerta y Sánchez del otro. Se quedaron quietos para ver si podían escuchar algo.
—Espérame aquí—ordenó Sánchez ingresando pistola y linterna en mano.
Delante de él se encontraba un pequeño pasillo. Al fondo una puerta que conducía a la recámara, a la derecha un librero con una televisión y equipo de sonido con una silla mecedora enfrente. A su izquierda estaba el comedor y la cocina. Avanzaba con cuidado. Alumbró hacia la cocina. En el lavabo había un cerro de trastes sucios y olía a rancio. No había ninguna salida ni ventana por ese lado, siguió hacia la recámara y abrió la puerta poco a poco…