Se fueron
escuchando alrededor del mundo, pero le encontraron explicación científica de
inmediato. Se oían las trompetas anunciando el apocalipsis y la gente fingía
sordera, no ver las señales que mostraban que las cicatrices del mundo
empezaban a abrirse, a desangrarse, a caerse a pedazos. La gangrena humana
supuraba sus excrecencias pestilentes y cuando la séptima trompeta fue
escuchada, ya era demasiado tarde.

El otro lado, el de aquellos que no
se sentían tan culpables, pero que sabían que serían juzgados, esperaban
impacientes que se abriera el cielo y descendiera el Rey que pregonaban las
escrituras. En lugar de eso la tierra tembló desde adentro y de todos los
camposantos emergieron los muertos.
No eran los zombis que se veían en
las películas ni los que se veían en las historietas o se describían en las
novelas. Cuerpos, sólo cuerpos desnudos,
como recipientes sin nada adentro, los ojos en blanco, reuniéndose en
filas enormes hacia el zócalo, como si un importante político les fuera a
entregar las llaves del cielo. No les importaba nada, ni siquiera se detenían
cuando le pasaban por encima a la gente. Muchos de ellos terminaron aplastados
debajo de las llantas de los que intentaban o creían que podrían huir.
Cuando las calles se llenaron, las
azoteas y los edificios altos también lo hicieron y entonces la luz sobre la
tierra desapareció. Una luna llena teñida de sangre suplantó al sol y mucha
gente más no soportó la impresión y los que no sucumbieron empezaron a lanzarse
de los rascacielos, como si del cielo fuera a aparecer una mano salvadora que
los posara como plumas de ave sobre el pavimento. Todo lo contrario,
esparcieron las calles con su sangre y vísceras.
Las sombras de los ángeles se
proyectaban sobre la gente, pero permanecían inmóviles como gárgolas de piedra con las miradas perdidas hacia el
cielo rojizo. Esperaban la señal. Y cuando el silencio se hizo tan grande que
dolían hasta los poros de todo el cuerpo, las estrellas empezaron a caer y
detrás de ellos los ángeles del señor blandiendo sus espadas. El juicio final
se convirtió en un tsunami de sangre que arrasaba las ciudades. Y los que
quedaron en pie fueron succionados por una especie de tornado luminoso que los
proyectaba hacia cielo. Unos cuantos que se arrastraban como gusanos quedaron
en la tierra. Sus quejidos se escuchaban por todos los rincones. Era imposible
no sentir lástima por los que ahora son los herederos y que pronto serán sobre
los que yo reine para siempre.
¿Qué por qué sé todo esto? Porque
fui traído a las alturas para presenciarlo. Soy testigo de Jehová. De la ira de
Jehová.
Yo soy Satanás y desde ahora, este
será el nuevo infierno