domingo, mayo 27, 2012

La séptima trompeta.


Se fueron escuchando alrededor del mundo, pero le encontraron explicación científica de inmediato. Se oían las trompetas anunciando el apocalipsis y la gente fingía sordera, no ver las señales que mostraban que las cicatrices del mundo empezaban a abrirse, a desangrarse, a caerse a pedazos. La gangrena humana supuraba sus excrecencias pestilentes y cuando la séptima trompeta fue escuchada, ya era demasiado tarde.
            La llegada del Reino, buenas noticias, pero dependiendo de qué lado de la humanidad te encontrabas. Cuando los ángeles descendieron y se posaron sobre los edificios como cuervos rondando los maizales, muchos murieron ahí mismo, fulminados por el pánico, el miedo al juicio que no lucía ser el que todos esperaban. Muchos religiosos salieron de sus iglesias,  perseguidos por sus propios demonios, se quemaban vivos y se apilaban como leños en las plazas principales.
            El otro lado, el de aquellos que no se sentían tan culpables, pero que sabían que serían juzgados, esperaban impacientes que se abriera el cielo y descendiera el Rey que pregonaban las escrituras. En lugar de eso la tierra tembló desde adentro y de todos los camposantos emergieron los muertos.
            No eran los zombis que se veían en las películas ni los que se veían en las historietas o se describían en las novelas. Cuerpos, sólo cuerpos desnudos,  como recipientes sin nada adentro, los ojos en blanco, reuniéndose en filas enormes hacia el zócalo, como si un importante político les fuera a entregar las llaves del cielo. No les importaba nada, ni siquiera se detenían cuando le pasaban por encima a la gente. Muchos de ellos terminaron aplastados debajo de las llantas de los que intentaban o creían que podrían huir.
            Cuando las calles se llenaron, las azoteas y los edificios altos también lo hicieron y entonces la luz sobre la tierra desapareció. Una luna llena teñida de sangre suplantó al sol y mucha gente más no soportó la impresión y los que no sucumbieron empezaron a lanzarse de los rascacielos, como si del cielo fuera a aparecer una mano salvadora que los posara como plumas de ave sobre el pavimento. Todo lo contrario, esparcieron las calles con su sangre y vísceras.
            Las sombras de los ángeles se proyectaban sobre la gente, pero permanecían inmóviles como gárgolas de  piedra con las miradas perdidas hacia el cielo rojizo. Esperaban la señal. Y cuando el silencio se hizo tan grande que dolían hasta los poros de todo el cuerpo, las estrellas empezaron a caer y detrás de ellos los ángeles del señor blandiendo sus espadas. El juicio final se convirtió en un tsunami de sangre que arrasaba las ciudades. Y los que quedaron en pie fueron succionados por una especie de tornado luminoso que los proyectaba hacia cielo. Unos cuantos que se arrastraban como gusanos quedaron en la tierra. Sus quejidos se escuchaban por todos los rincones. Era imposible no sentir lástima por los que ahora son los herederos y que pronto serán sobre los que yo reine para siempre.
            ¿Qué por qué sé todo esto? Porque fui traído a las alturas para presenciarlo. Soy testigo de Jehová. De la ira de Jehová.

            Yo soy Satanás y desde ahora, este será el nuevo infierno