lunes, diciembre 05, 2005

El Cadáver.


Cuando me preguntan por qué soy embalsamador, no sé que responder. Medio en broma contesto: “Es un trabajo sucio pero alguien tiene que hacerlo”. En el fondo sé cual es la razón, aunque a veces no quiera confesármelo.

Hoy hubo un accidente de tránsito, un autobús lleno de jóvenes universitarias se precipitó al vacío, todas murieron. Algo natural en este sitio donde quizás Dios quiso que solo viviesen las cabras monteses. Ese es uno de los motivos por los que nunca viajo, demasiados cerros desde donde la muerte te observa y una cosa es trabajar con ella y otra…

El autobús cayó por una barranca a unos trescientos metros, para completar las cosas -como si la muerte deseara asegurarse la victoria- al chocar contra el fondo el tanque de gasolina se encendió y el autobús estalló en una columna de llamas que se alzó hasta el borde del despeñadero igual que en esas películas de Holiwood. Ya pueden hacerse una idea.

Cuando la policía y los bomberos llegaron tres horas después –todo un record en nuestra provincia- lo único que hicieron fue recoger los pedazos. Muchos de ellos carbonizados. Un desperdicio, un verdadero desperdicio, me dije al ver los cuerpos jóvenes, llenos de vida de esas mujeres, casi niñas, reducidos a la nada. Cuerpos decapitados, extremidades solitarias, troncos calcinados donde se adivina aun la forma de unos senos voluptuosos. Un sinfín de sueños convertidos en ceniza.

Veinte cadáveres y solo uno estaba completo, un rompecabezas gigante para armar. Me esperaba una larga jornada. Paciencia, ese es el secreto y por supuesto arte, y… lo más importante: el premio final.

Mientras Joaquín, mi ayudante, armaba el puzzle anatómico, me dediqué a entrevistar a las familias de las seis muchachas que aún conservaban suficientes partes como para ser reconstruidas. La entrevista es muy importante, me permite conocer a profundidad a la víctima y entonces el muñeco inarticulado que reposa sobre la fría superficie de metal adquiere vida. Los recuerdos de esas personas, como eran, si reían o lloraban con facilidad, sus problemas y alegrías, me permiten darle a sus rostros esa cualidad que se pierde una vez que el corazón deja de latir y la muerte se hace dueña de nuestra carne.

Fotos, el video de su quinceaños o de su boda, una carta de amor, todo sirve. Es interesante ver como la familia te entrega sus “secretos” con tal que “la niña quede lo mejor posible”. Nadie quiere ver el verdadero rostro de la muerte, nadie quiere ver lo que le espera, mañana o ahorita, agazapado en una cáscara de plátano en la acera, o tras los ojos turbios de un beodo, o simplemente en la sonrisa de ese que dice que te ama.

Sólo necesité tres horas para entrevistar a los familiares, este es un pueblo pequeño, por suerte. Cuando regresé Joaquín había terminado de coserle los ojos a la última. No puede negarse que el chico tiene su arte, es una lástima que no tuviera plata para estudiar Medicina, habría sido un excelente cirujano. Lo despedí luego de pagarle la suma correspondiente, me dio las gracias y se marchó. Nunca discute, ni pregunta por qué debo quedarme solo. Acepta el dinero y se retira en silencio hasta la próxima vez.

De todo el proceso ésta es la parte que me fascina. Hay un misterio en el arte del maquillaje, es como si, de pronto, dejaras de ser tú para convertirte en otra persona. Si no me entienden miren a su esposa acabadita de levantarse y verán lo que les digo.

¿De dónde surgió esta pasión?

No lo sé.

Recuerdo a mi madre frente al espejo arreglándose el cabello, el cuidadoso detalle de su mano delineando las cejas, la forma de sus labios marcándose poco a poco a la hora de usar el pintalabios, luego la súbita entrada como una relamida y la blanca servilleta limpiando los restos en los blancos y brillantes dientes. Recuerdo a papá dando vueltas impaciente como un león hambriento que quiere meterle el diente a una gacela pero que no tiene más remedio que esperar. “Hasta cuando mujer, mira que se nos va a hacer tarde”. Pero sobre todo recuerdo el aire triunfal de ese rostro transformado ante el espejo, la delicada sonrisa, los ojos brillantes que decían: aun soy hermosa. No soy esa fregona de moños parados, arrugas incipientes y ojeras madre de tres niños. Soy diferente, ésta soy yo, la otra es un fantasma, un monótono disfraz para engañar a mi marido.

Quizás fuera esto, lo cierto es que, desde muy temprano, comencé a practicar frente al espejo, primero conmigo, luego con batman, superman y con cuanto muñeco estuviera a mi alcance, y por último con mis amiguitas en el colegio. Tuve mucho éxito. ¡Quién sabe a donde habría podido llegar! Pero la muerte me tenía reservada, como siempre, una sorpresa.

Maria Eugenia tenía ventidos años y era la única que había logrado morir en una sola pieza. Al parecer salió, de alguna forma, despedida por la ventana. Una roca le partió la columna cervical por lo que debe haber sufrido un buen tiempo antes de morir. La fuerza de sus músculos respiratorios debilitándose, percibiendo el esfuerzo para respirar, el cuerpo adolorido, el sol golpeándole en los ojos, mientras que los carroñeros tejen lentos círculos en el aire enrarecido, el olor a sangre y carne quemada elevándose en vaharadas a su alrededor.

Lavé sus heridas, no soy Isis para devolverle el aliento pero al menos puedo reintegrarle al rostro algo de su antigua frescura. Apliqué la crema especial para detener la rigidez, para reducir las huellas del dolor y el sufrimiento, hacer que el lustre de los ojos recupere su brillo. A pesar de los moretones y a medida que avanzaba iba descubriendo, rescatando bajo la suciedad y la mugre, los rasgos atrapados en una fotografía que me había dado la madre. “Mi pobre niña, era tan hermosa”. Y tenía razón, el ángulo de la mandíbula, el pequeño lunar junto a la boca, el ligero exceso de carne en las mejillas hacían su rostro casi perfecto.

Disequé las arterias e introduje el líquido preservante, espeso y rosado, mientras su sangre drenaba a través de una incisión en la venas femorales. Le abrí el vientre y extraje las vísceras, la sangre resbalaba por mis dedos temblorosos. Le taponé las fosas nasales y los otros orificios para evitar que el líquido y los gases escaparan por ellos. Tardé cierto tiempo, le dediqué todo mi amor y mi arte. Cuando terminé me alejé unos metros para contemplar mi obra.

Maria Eugenia era la negación de la muerte, el recuerdo resurgido de aquella otra mujer que me había abandonado muchos años antes. La mujer que me había negado sus caricias a pesar de mis ruegos, a pesar de haberlas deseado tanto como yo. La mujer a la que la muerte se había llevado para burlar mi deseo.

Acaricié su pelo, sus labios, el canal entre los senos prolongándose hasta la sínfisis del pubis en la cicatriz reciente dejada por el escalpelo. Aspiré el olor de su cuerpo mezclado con el suave aroma de los oleos y fue mía.

Media hora más tarde resoplando y sudoroso me fui a darme un baño, siempre lo necesitaba, el agua era el cura que limpiaba mis pecados en silencio, sin reproches.
Cuando regresé, el cadáver de María Eugenia no estaba en su lugar, sólo el contorno de su cuerpo dibujado por mi sudor.

Era extraño pero no me asustó, a veces a los amigos se les ocurre hacerme bromas. Busqué en la cámara de refrigeración, en la sala del mortuorio, detrás de los estantes, sin éxito.

La temperatura en el cuarto había descendido unos cuantos grados ¿O era mi imaginación?

De pronto la luz se apagó y fue en ese momento cuando supe que algo andaba mal. Manoteé la pared en busca del interruptor. Oí pasos de pies descalzos que se acercaban poco a poco hacia mí. Tropecé con algo golpeándome en la cabeza, el ruido estalló en mi cráneo y se multiplicó en los corredores.

Oscuridad.

Después de cierto tiempo debí despertar, o eso creo. Unas manos tan frías como la habitación recorrían mi cuello, voluptuosas. Dedos de largas uñas explorando cada centímetro de mi piel.

Abrí los ojos, parpadeé ante el torrente de luz, poco a poco mi visión se acostumbró al entorno y entonces vi…

Un coro de impasibles rostros me observaba. Rostros repetidos hasta el cansancio. El de mi madre, el de las niñas de la escuela, el de Maria Eugenia…tantos.

Una de ellas se me acerca parece una enfermera, tiene una bonita sonrisa. Palpa mi brazo, da tres golpecitos sobre mi antebrazo desnudo y ata una banda de goma en él. Alza su mano en la que sostiene una jeringa. Las gotas del liquido rosado brillan como perlas cuando ella empuja el émbolo para extraerle el aire, es cuidadosa, amable, todo el tiempo sonríe. Mira mi vena como se hincha, como invitándola a sumergirse en ella, puedo ver en sus ojos el reflejo de mi rostro desesperado.

A lo lejos, muy lejos ahora después que me ha introducido la aguja en la vena, se escucha el ruido del agua corriendo en la ducha, parece la voz monótona de un cura diciendo una bendición. Un avemaría, un padre nuestro, un requiescat in pace.

Ahora Maria Eugenia se acerca y el ruido de la motosierra habla por ella. Cierro los ojos.

Espero que cuando los abra sea como un despertar…

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